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La culpa de un fútbol diegocéntrico

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En otra aparición que confirma su clásica bipolaridad (mesetas de serenidad y prudencia intercaladas por alguna bomba), Diego Maradona se postuló para tomar la posta que dejó Alfio Basile al frente de la selección argentina.

Nada nuevo, si usamos la memoria o hacemos un poco de archivo. Última referencia: antes del Mundial 2006, con Pekerman a punto de rendir el examen más arduo de su carrera, Diego se autoproclamó candidato a la sucesión en caso de que el equipo no se consagrara campeón. Y agregó que era un tema ya conversado con Julio Grondona.

El jefe de <st1:personname productid="la AFA" w:st="on">la AFA</st1:personname>, luego de más de dos décadas de convivencia con Maradona, está curtido en los vaivenes anímicos de la estrella. Ha escuchado de su boca tanto imputaciones de corrupción como lisonjas de hijo agradecido. Don Julio, que no acostumbra escupir al cielo, jamás rompería lanzas con el icono que conserva intacta su legión de adoradores. Y esta vez, como otras, toma nota, dice puede ser y espera que todo pase. Sin dudas, prefiere a alguien más previsible para conducir el plantel que disputará el Mundial, pero sabe que de proyecciones simbólicas también vive el fútbol y que Diego en el banco confiere grandeza.

Pues bien, dado que el Diez parece una personalidad demasiado volátil para asumir semejante compromiso, cuando se baraja su posible designación también se piensa en un escudero más constante en la fajina diaria. Un cable a tierra que compense la vocación de barrilete cósmico de Diego. Una conducción bifronte, un Maradona con acompañante terapéutico, algo así.

La verdad, por más que la hinchada lo pida, en los despachos del fútbol no le tienen fe. Otro tanto pasa con los analistas serios, que, luego de un entrenador intuitivo y canyengue, exigen rigor científico y voz de mando para recuperar a las estrellas apagadas.

Es cierto que los antecedentes de Diego como técnico son muy pobres. Pasó por Mandiyú en 1994, y de 12 partidos ganó 1. Su aporte más valioso (así lo reconocieron algunos de sus jugadores) fueron los opíparos asados que coronaban las prácticas. En Racing (1995) dirigió apenas 11 partidos (ganó 2, empató 6 y perdió 3) y se dejaba ver por el club poco y nada.

Claro que ahora, en lugar de un equipo medio pelo, contará con un mailing de futbolistas de primer nivel para elegir a voluntad. Y a cambio de la tediosa rutina de los técnicos de club, gozará de los esporádicos compromisos de la eliminatoria, que le darán tiempo de sobra para juntar ganas y motivación. El respeto del plantel lo tiene ganado de antemano, sobre todo de parte del yerno. Eso sí, que nadie espere más elucubración táctica que sus arengas y apelaciones sentimentales. Pero en una de ésas, después de tantos magos de la pizarra, por ahí la cosa funciona.

Como fuere, el punto a considerar es qué necesidades se privilegian a la hora de evaluar las chances de Diego. Luego de repartir a manos llenas felicidad y asombro como jugador, su accidentado derrotero de civil, que varias veces merodeó la tragedia, desencadenó la culpa y una responsabilidad implícita entre la gente del fútbol. Qué hacer con Diego.

Su inadecuación -que acaso le proveyó la genialidad en la cancha- y su madera de ídolo han derivado, por lo general, en propuestas en las que el mundo debe amoldarse a sus necesidades, y no a la inversa, como ocurre con el común de los mortales. La montaña siempre va al domicilio de Mahoma, y los resultados, claro, no son buenos ni malos, sino ficticios.

Si su candidatura se estudia como un modo de resarcimiento, como laborterapia y expiación de un fútbol diegocéntrico, y no como proyecto de cambio para un equipo que renguea, será más de lo mismo. La misma trampa.

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