Iban todos encadenados, manos con manos, a veces tropezaban al avanzar e intentar subir la escalera que les conducía a la sala donde celebrarían el juicio.
Algunos, con las miradas aún perdidas, como ausentes; otros, indiferentes. En general, todos tristes. Un guardia cuidaba sus pasos, armado y en la camisa las conocidas siglas de la DNCD.
¿Cuántas interrogantes?, ¿cuántas tristezas acumuladas?: ¿dónde quedaron sus vidas, las familias como espectros, la novia que no saben si volverán a ver…? ¿Dónde los sueños que alguna vez acunaron en silencio o en el brindis de fin de año? ¿Los propósitos? ¿Las promesas ante el abuelo moribundo o el amigo que se perdió buscando un futuro mejor en las profundidades marinas?
Cada día la prensa nacional habla de nuevos alijos, de un número creciente de individuos implicados en el tráfico.
La droga consume a la sociedad dominicana y la pregunta sigue siendo hasta dónde las medidas coercitivas no responden al requerimiento de acabar con algo que parece inextinguible.
¿Qué obstáculos sociales hallaron estos jóvenes que hoy suben las escaleras del Palacio de Justicia de la capital dominicana, para ser condenados por tráfico ilícito?
¿Cuántos empleos desaparecieron para algunos, sin que existiera la preparación requerida para buscar en otros proyectos, que no fuera el aparentemente acto “fácil” de traficar?
¿Qué ocurrió con sus horas de tiempo libre? ¿Qué pasó con su recreación, estudios, preparación para el futuro?
¿Cuál será el futuro cuando concluyan esta condena? ¿Habrá una verdadera rehabilitación?
¿Cuántas familias dominicanas sufren lo que hoy es una realidad que aprisiona las realidades y multiplica delincuencia, violencia, criminalidad y un futuro dudoso, como este que se refleja en las pupilas de las decenas de jóvenes que son juzgados hoy por tráfico ilícito de narcóticos en estas sombrías salas del Palacio de Justicia?