Vivimos instalados en la era de la comodidad: de eso no hay duda. Cada uno de nuestros gestos cotidianos, desde el más ínfimo hasta el más sofisticado, transcurre entre palabras como confort, comodidad, etc. Lo fácil vende y por el contrario, el esfuerzo espanta; pero, la vida es, inevitablemente, la conjunción de ambas caras.
No se crean que no me gusten las cosas sencillas. O que hallo placer alguno en sufrir: en absoluto. Pero, eso no quita para comprender que la vida no está compuesta únicamente de placer y de comodidad, ya que el esfuerzo y el sufrimiento, queramos o no, forman parte de nuestra existencia. Por eso negarlos, en cierto modo implica negar la existencia en sí misma… O dicho de otro modo, no querer asumir que ambos se incluyen en nuestro devenir, sería como pretender ver un paisaje siempre de día. Y claro que sería deseable minimizar el sufrimiento: mucha gente trabaja para ello y es loable; pero de ahí a pretender ignorarlo o minimizar su inexistencia, va un trecho.
Para empezar, un buen aliado de la ocultación es la mercadotecnia. A menudo nos intentan vender –y nos venden- mágicas soluciones pensadas "para no tener que sufrir", pero lo único que hacen es alargar, ocultar y/o postergar ese sufrimiento. No hace falta dar muchos ejemplos, pues están en mente de todos, pero me refiero a temas como los préstamos o plazos –compre ahora y pague cómodamente-, a las operaciones de cirugía estética –póngase en forma sin dolor y sin tener que hacer molestos ejercicios- o a las mágicas recetas que garantizan un aprendizaje sin esfuerzo -sea de la materia que sea- cuando todo el mundo sabe que aprender siempre conlleva algún esfuerzo, tanto por parte del profesor como del alumno –lo cual, dicho de paso, no ha de ser necesariamente visto como algo negativo- porque también las cosas buenas de la vida, como aprender, requieren un esfuerzo.
Pero, para seguir, es la propia sociedad la que se empeña en ocultar el sufrimiento en múltiples ocasiones. En el caso de las parejas, muchas sufren en silencio situaciones carenciales de todo tipo, pero los trapos sucios suelen lavarse en casa. Esto no parece malo en principio, pero… ¿Cuál es el límite? ¿Hasta dónde nos han inculcado que debemos sufrir por amor? ¿Hasta la violencia de género? Claro, las cosas se esconden hasta que un día explotan. Y hablando de explotar, quizá otro de los grandes sufrimientos que la sociedad oculta son las heridas abiertas de sus guerras. Desde la Guerra del Golfo, la primera guerra televisada que no mostraba muertes, sino casi un aspecto de videojuego que buscaba ahorrar ese sufrimiento al teleespectador. Pero, ese mismo efecto ahorro hace que la sensibilidad de las personas hacia según qué temas también disminuya, porque como reza el refrán, "ojos que no ven, corazón que no siente". Y si siente, siempre hay ansiolíticos o antidepresivos a mano.
Personalmente, si naciera de nuevo, elegiría sufrir poco, o si me apuran, lo justo. Creo que a lo largo de una vida las personas, como el planeta –ya enfermo de por sí- sufren de más. Y normalmente por cosas absurdas. Ahora bien, puesto que cada persona tiene una naturaleza diversa, ¿puede alguien definir de antemano un estándar común de sufrimiento? ¿Quién puede erigirse en amo y señor para marcar ese límite? Casos recientes, obligan a todos –gobiernos y ciudadanos- a reflexionar y debatir sobre la eutanasia; a no esconder más bajo la moqueta el sufrimiento de tantos otros –mañana podemos ser cualquiera- en un estado similar al suyo.
Gracias a los adelantos tecnológicos aplicados a la medicina, hoy es posible mantener a personas cuya enfermedad es irreversible, ancladas durante décadas a una cama y unos aparatos, pero… ¿acaso no resulta este intervencionismo en cierto modo y paradójicamente contra natural? Si hay algo que tenemos claro al empezar la vida es que es finita. Y tan natural como nacer un día, es que otro tengamos que irnos. Quizá por ello una buena manera de entender que en la vida estamos de paso, sea aprender a irnos, a soltar, a desapegarnos, a dejar marchar… Aunque sólo sea para aliviar un ápice de todo el sufrimiento gratuito que envuelve al mundo.