No es Fernando Lugo el primer obispo bragueta alegre que se desentiende de su sujeción al celibato para sonsacar a las incautas ovejas de su rebaño, ni es el de los expedientes más escandalosos.
No las violaba como el obispo de Prince George (Canadá), Hubert Patrick O’Connor, que tenía un historial conocido y tapado por su iglesia, pero contra el que no se tomaba sanción hasta que la Policía lo pilló en flagrancia en 1991, y desarrolló una investigación que les permitió instrumentarle expediente por relaciones forzosas con varias damas.
Podría considerársele más irresponsable que Eamon Casey, obispo emérito de Dublín, en Irlanda, que dimitió de la conducción de su diócesis después de comprobarse que tenía hijos adolescentes, pero lo que más irritó a su congregación fue que el obispo empleara más de 12 millones de pesetas, para que la madre guardara el secreto sobre la identidad del padre de esos jóvenes que el obispo sobreprotegía.
Sin duda que es más flemático que Hansjoerg Vogel, obispo de Basilea, Suiza, que lo delató la emoción en 1995, cuando recibió la feliz noticia de que su amante estaba embarazada.
Comprensible puede ser el caso del obispo Roderick Wright, cabeza de la diócesis de Argyll y las Islas, en Escocia, que un día se encontró en una de sus parroquias con la feligresa más hermosa que sus ojos hayan visto, y se enamoró tan perdidamente que no se conformó con las relaciones de bajo perfil, que luego aparecieron en su historial, sino que lo dejó todo y se fugó con ella.
Otro prelado mujeriego fue James MacCarthy, obispo auxiliar en la archidiócesis de Nueva York, que en julio de 2002 confesó que no había resistido la tentación de la carne, por lo que dejó el obispado en manos más consagradas. Lo único que alegó en su favor fue que las damas que condujo a la cama eran mayores de edad.
Pero la mayoría de las historias que pueden encontrarse recreadas en el ensayo de Pepe Rodríguez, “La vida sexual del clero”, no es tan abundante en sacerdotes que les inspiren las mujeres, sino que los casos más numerosos y repudiables son los protagonizados por cultores de las relaciones con el mismo sexo.
Es el caso, por ejemplo, del arzobispo de Santa Fe, Argentina, Edgardo Storni, que en el 2002 fue llevado a los tribunales bajo la acusación de haber estuprado a 50 seminaristas.
Cuenta Rodríguez que “el arzobispo Storni, cuando su cuerpo así se lo pedía, solicitaba que un seminarista acudiese a su dormitorio para ayudarle a desvestirse y/o para hacerle un masaje; en el momento en que el incauto descubría las aviesas intenciones del prelado, intentaba sostener su agresión sexual tranquilizándoles con frases de este calado: “Yo soy monseñor Storni, un padre para todos ustedes… nuestro amor tenemos que compartirlo. Dios ve bien esta muestra de amor entre dos hombres, entre un padre y un hijo. El nos apoya desde el cielo”.
Similar era la conducta de monseñor Anthony J. O Connell, obispo de Palm Beach, Florida, hasta marzo de 2002, cuando su truco de meterse desnudo a la cama de seminaristas bajo sus orientaciones, se expandió hasta las redacciones periodísticas. Luego se supo que había tenido expedientes desde 1976, pero los sobornos a las víctimas acallaron las denuncias.
Lo lamentable es que Anthony J. O Connell fue el sustituto de otro obispo que habían sacado en parihuela, por la violación de cinco monaguillos. Me refiero al monseñor J. Keith Symons.
Desde luego que la lista no cabe en el espacio, y mi objetivo no es decir ni que así sean todos, ni que así sea la mayoría, sino que así son muchos.
Lo que cuestiono de Fernando Lugo no es que tuviera hijos, tampoco que no los reconociera porque su iglesia se lo impide. Para la Iglesia peor que tener el hijo es reconocerlo, porque frente a las violaciones del celibato, que por ahora no se abolirá, hay más indulgencias de la que uno percibe, después de todo no es un mandato evangélico, sino una imposición administrativa de la que la institución se ha valido para disponer de un personal de la más competente calidad, al menor precio y en disposición plena de misionar donde el servicio sea más útil sin amarras familiares.
Como el sacerdote no puede testar todos sus bienes al momento de su fallecimiento pasan a ser de la congregación, cosa que sería imposible si tuviese algún hijo reconocido, se prefieren que actúe como Lugo.
Lo peor de este hombre no es que no se haya presentado ante un oficial del estado civil a reconocer a sus hijos, sino que los estuviese en el más patético abandono.
Un individuo tan insensible e irresponsable no merece estar a la cabeza de una nación. Si no cuida, no educa ni alimenta a sus hijos, ¿les importarán un pepino los hijos de los demás? ¿Es ese el que va a combatir las inmoralidades de los políticos tradicionales?