Es cierto que la corrupción no es sólo autóctona de la República Dominicana, pero cuando haya que hablar de excesos en esta putrefacta manifestación, lamentablemente el país ocupa un lugar entre los más destacados escenarios de dicha práctica.
Si bien el padre Santiago Bautista advirtió sobre la manera en que funcionarios del gobierno incurren en actos corruptos y señala la necesidad de mano dura “que castigue a los que cometen ese flagelo”, las realidades escapan a toda conjetura.
¿Qué pasa cuando el ejercicio del poder extralimita sus límites, y que además de llevar a cabo el clientelismo, malversa y reparte los fondos del Estado? Y lo triste es que todo esto sucede ante las miradas indiferentes de quienes deben y tienen la obligación ante la población dominicana de acabar con nóminas, nominillas, compras y ventas totalmente ilícitas.
Ya no sólo se trata de denuncias y de “voy a hacer”.El ayer ya es el hoy que confunde y crea mayor escepticismo en una sociedad que no acaba de salir del marasmo, que observa impresionada los escándalos de nepotismo, barrilitos, donde personas sin escrúpulos cobran salarios inalcanzables para la mayoría- que sí trabaja y lucha a diario-, con el consentimiento de “gentes de poder”.
No se ven sanciones aleccionadoras en el país. Todo transcurre “al paso”.Se conocen los hechos y el tiempo aletargador parece envolverlo todo entre planteamientos sin soluciones drásticas, sobre todo inmediatas, porque ya la sociedad dominicana está cansada de escuchar que la corrupción arropa y coexiste, nada menos que entre quienes debían evitar ese “estado de descalabro en que ha caído la nación”.