La noticia corrió tan veloz como el propio viento: el joven Eduardo Baldera Gómez escapó de las manos de sus secuestradores, tras 23 días de encierro, sin que se supiera nada de su supervivencia y con el temor de lo peor para su vida.
Los medios han reflejado la alegría de los pobladores de Nagua por su regreso. En verdad, atrás quedaron horas de infinita inquietud para cada una de las personas sensibles de esta nación.
Porque no se trataba sólo del dolor, la amargura y la impotencia de los padres y familiares de Baldera Gómez. Si bien es cierto que el sufrimiento de la madre no podría tener equivalencia en otras manifestaciones humanas, también es verdad que esa pena se incorporó en la cotidianeidad de la sociedad dominicana.
Cada día, en cada rincón del país, las conversaciones giraban en torno al secuestro del joven y la ausencia de cualquier información que pudiera, al menos, poner un poco de esperanza en su regreso sano y salvo al seno de su familia.
Todo lo relacionado con los hechos forma parte de ese colofón que la Policía Nacional se ocupará de poner a la luz. Pero, por encima de los pasos que continúan en lo inmediato, nada es más poderoso que ese sentir nacional que celebra el retorno de las esperanzas. El joven está vivo y su salud física y mental es buena, según informan los especialistas.
Ahora, otra nebulosa queda en el espacio, porque no puede ser que una tierra de luces y batallas se transforme en escenario de hechos tan deleznables como los secuestros y otras formas de abominables acontecimientos delictivos que arrancan la paz a las familias y, en definitiva, a toda la nación.