El último error de Manuel Zelaya Rosales, fue amenazar con carabina vacía. Consiguió un acuerdo, que no se produjo básicamente por él, sino por legitimar las elecciones presidenciales de este mes, y se puso a emplazar sin tener influencia en la instancia facultada para aportar la solución: el Congreso Nacional de Honduras.
La salida al conflicto partió del reconocimiento de que, buena o mala, la defenestración había sido institucional, y su saldo debió tomar el mismo carril. Roberto Micheletti no amaneció proclamándose presidente, lo designó el Congreso, invocando una decisión de la Corte Suprema, y por lo tanto una de estas dos entidades debía ser la vía para revocar lo decidido. El Gobierno propuso la Justicia, Zelaya el Congreso, y ésta fue la acogida en el acuerdo.
Pero después de haber puesto las cosas en manos de quienes lo habían destituido a unanimidad, Zelaya los emplazó a que si a más tardar no decidían el jueves que ya pasó, él daría por roto el acuerdo y no reconocería las elecciones del día 29.
Se las puso cómoda, porque ellos saben que a Melito le queda muy poco por hacer, y que no es verdad que la comunidad internacional va a mantener a Honduras en el ostracismo por los siglos de los siglos.
El presidente de hecho se comprometió a hacer renunciar a su gabinete e integrar uno de unidad nacional y a respetar la decisión que tome el Congreso, pero el Legislativo no se ha reunido, aunque Micheletti, por lo menos en apariencia, hizo el esfuerzo por honrar su parte.
Estados Unidos, quien propició el entendimiento que Zelaya da por fracasado, ha planteado que la solución queda como asunto interno de los hondureños y aceptará los resultados de las elecciones.
En conclusión: Zelaya no vuelve a la presidencia de Honduras, y la presión internacional se hará más débil.
Su regreso y su refugio en la Embajada de Brasil se concibieron bajo el supuesto de que desatarían un movimiento de masas. Hubo concentraciones, pero nada similar a la situación que se pretendió crear.
Hubo entendimiento porque Estados Unidos persuadió al candidato con mejores posibilidades de que se allanara un camino de entendimiento con la comunidad internacional, comprometiendo el voto de sus legisladores con la decisión de restituir la normalidad, pero no hay un sentimiento que sea más fuerte en la clase política de Honduras que el de impedir que Zelaya se salga con la suya, volviéndose a sentar, aunque sea por unos minutos, en la silla presidencial.
La oposición más dura a una salida que implique la vuelta provisional de Zelaya a la presidencia son los diputados del partido que lo llevó al poder. La estrategia de los que gestaron la destitución fue resistir hasta elecciones, y lo lograron.
La moraleja es penosa, si deja abierta la posibilidad de que militares quieran repetir en Honduras o en otro lugar la historia de ir a buscar a su hogar de madrugada a un presidente que no les simpatice, y arrojarlo en otro país. Eso no lo apoya ninguna mente sensata.
La lección debe ser producir mecanismos institucionales para sancionar a cualquier mandatario que repita lo que hizo Zelaya: pisotear descaradamente la institucionalidad para pretender imponer sus caprichos.