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Sentido común con Haití

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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La naturaleza no tiene religión: cuando ataca lo hace allí donde debe estremecerse para reponer el equilibrio roto, o lograr un nuevo equilibrio que le permita existir en las condiciones creadas por la especie humana, condiciones que siempre llevan dentro el virus desastroso. Es como si el hombre provocara intencionalmente las desgracias exteriores, las calamidades físicas y los problemas reales con los que busca tener dolores tocables y así evitar tener que calmar, o intentar calmar, ese cerebro que le produce 860 ideas por minutos.

Cuando el sabio proverbio sentencia que “aves de un mismo plumaje vuelan juntas”, no sólo se está refiriendo a la alianza natural que se produce entre seres humanos que practican una misma actividad, sin importar que esta sea perversa o divina, se refiere también a todas aquellas cosas que existen como núcleos separados, pero que conviven como fuerza magnética unida, como las calamidades humanas y los desastres naturales, por ejemplo.

Una muestra de esta unidad es que es casi cien por ciento probable que un terremoto haga mucho más daño en aquellos lugares que han sido devastados por la deforestación. ¿Por qué? Porque aunque los terremotos y los árboles son especies distintas, magnéticamente sus fuerzas actúan en busca de equilibrio. Las raíces de los árboles sirven para evitar que la tierra se degrade y se desgrane, pues los árboles la mantienen compacta, consolidada.

Pero, además, los árboles y las hojas que estos lanzan a la tierra sirven para contener los rayos solares y evitar que se agriete nuestra madre. “Cada parcela de tierra es sagrada para mi pueblo, cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los pieles rojas”, carta ecológica del Jefe Indio Seattle, a Franklin Pierce, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

Esa carta, fechada en 1854, está considerada como la declaración más bella y más profunda jamás hecha sobre el medio ambiente. Por favor, búsquela en Google y léala completa, yo le copio otro párrafo: “Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos. Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que El les pertenece, lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. El es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene su valor inestimable para El y si se daña se provocaría la ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en su propios residuos”.

Como lo profetizara Seattle, en Haití hace mucho tiempo que terminó la vida y empezó la supervivencia. Cualquier intento de reparar ese país fracasara por que allí no hay vida y de la supervivencia no puede surgir la vida. Hay algo que se ha venido planteando que parece tener sentido común: Haití hay que dejarlo descansar, unos cien años, por lo menos. Vamos a expresar nuestra solidaridad no sólo con los humanos que allí han sufrido la desgracia sino también con los ríos, que son nuestros hermanos saciadores de nuestra sed, con las flores perfumadas, con el caballo y con el águila, con los bosques y con las peñas. Es hora de que la más grande flota marina surque los mares Atlántico y Caribe y empiece el éxodo, un éxodo donde el calor del cuerpo del caballo y del hombre pertenezcan a la misma familia, un éxodo donde el murmullo del agua sea la voz del padre de mi padre.

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