A pesar de que la ausente manecilla de mi reloj inquieta la muerte, vago sin la menor prisa, solo, con rumbo fijo, siempre.
En este mi Cántalarana, hasta la luz es putrefacta. A cada paso que doy me encuentro con un manantial de viruela, con una mina de moco, con sacos de huesos que caminan.
Juan Carabú cree haberlo visto todo, vivirlo todo, pero me faltaba algo. Nunca había testificado la felicidad en la sabiduría de la pobreza. Ese día regresaba de mi trabajo, había convertido en bellos y sanos unos árboles enfermos y feos, que así siempre me los entregan.
Los niños, al verme pasar me siguen fastidiando con su hermosa canción, la que yo bailo como si fuese una bachata antigua, tan vieja como al que crucificaron: ¡Juan Carabú, Juan Carabú, apaga la vela y prende la luz! Y siguen…
Regresaba contento, como el gallo que al despertar en la mañana encuentra disponible a sus gallinas y al amo que lo llama con las manos llenas de maíz. Pero me faltaba el tabaco con el que produzco el humo que hace posible, en las noches que se aproximan, patalear la muerte.
Porque yo no quiero morir de noche. La muerte no me asusta, hace mucho tiempo que me acostumbre a ella, pero que venga en medio de la oscuridad es un acto de injusticia, y Juan Carabú nunca lo ha tolerado, no tolera la injusticia ni de juego, ni con juego, que me excusen Dios y el Diablo si con eso los ofendo. Así que contra ella pelearé hasta el día de mi muerte, que será eterno.
Entré al colmado en busca de mi tabaco y allí ocurrió lo que me hizo sentir feliz, quizás de por siempre. Y todo se lo debo a esa sabiduría salida de la sangre que brota caliente en los barrios pobres. Lo digo así porque todos sabemos que en los sectores ricos la sangre brota fría, cuando encuentran al muerto hace muchos que les pasaron los días del entierro, si tiene alguno.
Mientras ordeno mi tabaco veo a unos jóvenes gozando sus cervezas. Y del ausente brillo de la calle salía aquel salto de agua, esa cascada de Socoa. Con un cuerpo cómodamente balanceado, con sus huesos conforme con la carne y con el espíritu, con aquel rostro sin enojos; con ojos, labios y cabellos adornados con el brillo de la Luna y el Sol de la primavera. ¡Carajo, si aún fuese joven!, soñé. Vemos mover unas nalgas, unos senos y unas piernas que eran un tique al placer, cautivante y bello: ¡Mordían cuando uno los miraba! Y se te quedaban en la sangre y en la mente como si fuesen un avemaría.
Los jóvenes quedaron como el arcoíris, estacionado en el cielo, dando luz, iluminando con sus ojos los hoyos de la calle. Uno de ellos tomó la botella de cerveza y bebió hasta que el líquido desapareció, lanzó la botella al suelo, la pisó con fuerza y le dijo al milagro que pasaba:
—Con dolor de mi alma, tengo que admitir que estás más buena que mi esposa.
—Pero tú no estás casado –le aclaró uno.
—Ese es precisamente mi dolor, ¡compañera coño!: tengo que aceptar que esa varona está más buena que la esposa que tengo en mi imaginación.