Debo reconocer a mis lectores que no tuve suerte en mi paso por la Tierra: como muchas otras mujeres me hubiera gustado sufrir de esa nueva enfermedad que parece contagiar a nuestra sociedad (quizás no sea la única, pero aquí vivo). Cuando cada día, en la prensa, en las calles, observo el espectro social y el panorama que me rodea, veo que no sólo les toca a los políticos, sino también a los profesionales de la arquitectura, de la abogacía, del magisterio, de los sindicatos, de los médicos. Incluso a los presidentes de partidos y de repúblicas.
Nunca en mi vida, por más que lo soñé, se me olvidó una rutina exterminadora de los amores: cerrar las puertas y la llave del gas, cerrar las ventanas cuando llueve, llevar todos los días del año y por más de diecisiete años, los hijos/as a la escuela, al liceo, al ballet, al curso de inglés, al Centro Olímpico, nunca a pesar de deseos repentinos de zafarme de tantas obligaciones.
Nunca, a pesar de las enfermedades, de los dolores de cabeza, ganas de holgazanería, se me olvidó ir al supermercado para llenar la nevera con leche, carne, frutas, quesos y refrescos. No me olvidaron los dolores de espalda con estas cargas y las cubetas de agua sacadas de la cisterna, porque nunca me hice la “chiva loca”.
Y con todos esos compromisos familiares, nunca se me olvidó ir a clases, prepararlas, poner las notas a tiempo, ¡cómo me hubiera gustado, de vez en cuando, olvidarme de todo y salir a pasear! lo hice dos veces, una se me olvidó preparar la cena y la otra no quise hacer un sancocho, porque no sabía. Qué placer sentí, al olvidar un rato, lo que debía hacer.
Me parece que los ciudadanos que acaban de descubrir que la ciudad crece sin plan, en plena improvisación y según los intereses de sectores económicos, deberían darse el gusto un día, de recordar que por los pasos que recorrieron, son ellos los primeros responsables del desorden urbano y de la falta de planificación. Ellos, como los políticos, deberían buscar curación urgente a esa enfermedad llamada Amnesia.