• Print
close

Mi Primer Asesinato

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
Facebook
Facebook
Youtube
Instagram

El gringo era un muchacho joven, más amigo del alcohol que del Imperio. Pasaba por San Miguel como un mensajero del Cuerpo de Paz. El día que vino a nuestra escuela estaba más borracho que Juancito el Caminador, pero era un diablillo que acababa de graduarse en una Universidad y optó por salir al mundo en busca de experiencias, con la ventaja de que le respaldaban los buenos e inacabables recursos del “revuelto y brutal”.

San Miguel es un batey cañero perteneciente a Matas de Palmas, provincia del Seibo, al este de nuestra isla quisqueyana. Los gringos habían tenido que soportar el implacable valor de nuestro guerrilleros y empeñados en que las bocinas culturales de la sublevación heroica del 1916 no renaciera en el 1966, enviaron sus muchachos para que observaran a los habitantes, descubrieran algún problema de salud y les identificaran las causas, usando ese motivo como una manera de buscar conexión con la comunidad, que ya era mucho.

El gringo, de piernas inestables y barriga que crecía como un pantano, ojos azules y cabellos de oro peinado por el viento, llegó a la escuela para explicarnos su descubrimiento. El hogar de enseñanzas en San Miguel solamente llegaba hasta el cuarto curso y como se ingresaba a la primaria a los siete años, el más viejo del grupo debía tener once veranos, entre los que me encontraba yo.

Medio doblado y haciendo extraños dibujos en la pizarra, el gringo nos explicó que él había observado en muchos de los habitantes de San Miguel, El Soco, Matas de Palmas…verrugas en la piel, desarrolladas como pequeñas pelotitas que no dejaban de crecer. Graficó como esas verrugas se veían y nos aseguró el que eran causadas por un veneno lanzado por el sapo, por el Maco, como les llamamos nosotros.

Nos advirtió el que ese veneno era muy peligroso y que debíamos tener cuidado al acercarnos a los ríos, a los arroyos o a las lagunas donde ellos habitaran. Quiso seguir, pero la falta de ron, o el mucho que circulaba por sus venas, se lo impidió. Se marchó sin explicarnos el que los macos son los sagrados gendarmes del agua, que son los ángeles, los magos cuya misión es mantener limpio el santo líquido, solo llegó hasta donde nos advertía los daños que causaba en nuestra piel el veneno del maco, sin aclararnos que ese era su natural sistema de defensa y que no lo usaba al menos que fuese agredido.

Nosotros, como genios iluminados, debatimos lo tratado y concluimos en que debíamos salir a matar macos, donde quiera que se encontrasen. El lugar más cercano y donde se podían encontrar en mayor cantidad era una laguna que mi abuela había mandado a construir. Como soldados nazis salimos tras la caza de la sangre impura. Llegamos a la laguna y la diversión y la euforia se elevaron como fuego en los cañaverales, la sangre del maco corrió como la del soldado ruso en la batalla de Leningrado, solo que ellos nunca dispararon en su defensa.
Habíamos hecho una carnicería de tiranos, nos reíamos y gozábamos al ver el enemigo totalmente eliminado, al ver su sangre blanca bañar la tierra como espuma pegajosa. En una esquina de la laguna salió un gigantesco maco pempen, gritaba, reclamaba una explicación. Yo lo vi y le dije al grupo:¡Es mío…! Ningún soldado se atrevió a desafiar mi autoridad. Tome una piedra, un peñón, y me acerqué al maco. Mis compañeros de pelotón iniciaron el universal grito de la plebe: ¡mátalo, mátalo, mátalo…!

Yo tengo la piedra y le apunto al maco pempen. El me miró y conoció mis intenciones, quiso dialogar conmigo, lanzo algunas palabras, quizás versos, pero yo solo escuchaba el reclamo pervertido de la plebe: ¡mátalo, mátalo, mátalo…! Algo en mi me paraliza y me pide que escuche el canto justiciero del maco pempen, que no dispare, pero la plebe no sólo reclama sino que amenaza con abandonarte cuando tu no cumple sus deseos y, el miedo a que la plebe me abandone se apodera de mí y me obliga a apuntar a su cabeza, al indefenso cráneo del maco pempen.

El maco pempen reconoció que había perdido la batalla del diálogo, dio un pequeño salto en el que se colocó más visible y nuevamente lanzó un canto de Fe y esperanza: ¡crau, crau, crau…!, movió sus patas como diciéndome “somos el río de agua viva”, pero yo entendí aquello como una burla, como un intento de fuga y concentré toda mis energía en apuntar bien y en disparar a la parte correcta.

Cuando el maco pempen me vio en aquella posición comprendió que el lenguaje entre nosotros no era una posibilidad de entendimiento, entonces se voltió bocas arribas y abrió sus cuatro patas anchamente, dejando su vientre y su rostro totalmente desprotegido. Ya no habló más, ya no canto más, solo me miró y, esperó, sin miedo, sin odio, sin pensar en el reencuentro. Al contemplarlo hice grandes esfuerzos por entender su misericordia, pero a mi espalda estaba la plebe con su criminal voz pidiéndome el que demostrase ser un hombre de valor. Y lo hice: la cabeza del maco pempen quedó desmolida por la descomunal velocidad de mi peñón.

Durante cuarenta años he tenido sus ojos clavados en la interioridad de mi conciencia, siempre preguntándome qué quería decirme el Rey de la laguna, qué quiso decirme el ángel de las aguas, qué significaba aquella silenciosa mirada del mago de la higiene. Lo entendí recientemente cuando vi la imagen con el grito de ¡policía, no me mates!

No Comments

Leave a reply

Post your comment
Enter your name
Your e-mail address

Story Page