Dicen que cuando cada uno de los treinta y tres mineros que estuvieron sepultados bajo tierra durante más de sesenta días, tuvo que decidir quién sería el primero en ascender en la cápsula salvadora, pidió sin dilación ser el último. De manera que cada quien priorizó al otro, al compañero que junto a él había vivido estos largos días de esperas, zozobras, angustias, desalientos, esperanzas…
Afuera, las emociones llenaban el aire de este desértico paraje chileno. Madres, esposa, hijos e hijas, padres, hermanos, novias, amigos, prensa, personalidades de todos los sectores abrazaban a quienes regresaban a la vida. Da igual, en los momentos difíciles las almas se unen más y más.
La mina San José de Chile y el nutrido campamento La Esperanza albergaron las expresiones más humanas que puede consolidar al espíritu interno. Desde afuera, no fueron menos los mensajes de todas partes del mundo.
Muchos ejemplos y experiencias se desprendieron de este acontecimiento, triste e inimaginable, que tuvo un final feliz. Jamás podrá la humanidad olvidar esos momentos en los cuales sólo ellos se sabían vivos y la confusión del momento fue sustituida por la firmeza del compañerismo.
Después del mensaje, que contenía precisamente 33 caracteres, en representación del número de mineros, la realidad pudo alcanzar tonos más claros, el polvo que les impedía verse unos a otros en esos instantes que siguieron al derrumbe.
Desde entonces, hasta el segundo mismo de la salvación, compañerismo y solidaridad fueron sentimientos puestos tan altos como esas nubes que han acompañado las lágrimas calladas y las desazones incontrolables de los familiares que dieron muestras de que sólo el amor salva, une y ayuda, aún en momentos tan catastróficos como estos que siguieron al accidente y rescate de los mineros de San José, en la hermana tierra del norte chileno.