Las dos intervenciones militares de Estados Unidos a la República Dominicana en el siglo XX pudieron haberse cerrado con un saldo menos lesivo para ambas naciones.
La primera se produce en un contexto en el que todo parece indicar que se efectuaría con provocación o sin ella. No se trató sólo de pisotear la soberanía, sino de una política de salvaguarda de la frontera imperial que llevó a los marines estadounidenses a un crucero que hizo tierra en Panamá en 1903, dos paradas en Nicaragua en 1909 y 1912, en México en el 1914 y en Haití en 1914. El próximo destino no era Cuba, que ganó su independencia bajo el tutelaje de Estados Unidos por vía de la Enmienda Platt, ni Puerto Rico, que es enclave norteamericano, sino República Dominicana.
Los matadores del presidente Ramón Cáceres, abrieron un período de inestabilidad y dieron el pretexto para la ocupación, que, más que en factores internos, se originó en la geoestrategia, “el deseo de Estados Unidos de proteger las vías de acceso a su costa sureña y el Canal de Panamá contra potencias inamistosas, especialmente Alemania”, así lo enfoca el historiador estadounidense Bruce J. Calder.
Superada con la conclusión de la Primera guerra mundial la situación que llevó a Estados Unidos a esos movimientos, la salida de los interventores hubiese podido lograrse sin necesidad de que se contaran ocho años, pero terquedades y torpezas del lado americano, y radicalismos, de aquí imposibilitaron una solución temprana.
Los norteamericanos querían recoger sus bártulos dejando al pueblo sometido a condiciones humillantes, mientras que el sector más radicalizado del nacionalismo, quería que los que se fueran avergonzados y sin concesión fueran los invasores.
Hubo varios esfuerzos frustrados antes de que el prócer de la tercera república, Francisco J. Peynado, colocara todo su esfuerzo para lograr la evacuación de los invasores.
La segunda intervención fue innecesaria, porque Estados Unidos tenía mecanismos para propiciar una salida a la conflagración civil sin desembarcar soldados.
El 27 de abril de 1965, en un momento muy crítico para el bando constitucionalista, el presidente Molina Ureña, el coronel Caamaño y otros militares, visitaron al embajador de Estados Unidos, William Tapley Bennett, para expresarle su disposición de acogerse a una salida negociada, y lo que hizo ese señor fue tratar de humillarlos, proponiéndoles una rendición pura y simple y culpándolos del rumbo que habían tomado los acontecimientos.
Y si bien acabó por desmoralizar a los líderes civiles, a los militares sólo logró despertarles el orgullo. De la embajada, Francisco Alberto Caamaño salió para el puente a casarse con la gloria, que viró la torta, y unos constitucionalistas perdidos, retomaron la ofensiva y colocaron las cosas a su favor, pero ni el regreso de Bosch, ni un gobierno controlado por los rebeldes estaban en la agenda estadounidense.
Y Tapley Bennet no dejó a su país otro camino que intervenir.
La primera intervención tuvo el propósito de evitar que Desiderio Arias se alzara con el control del gobierno, y nos legó a Trujillo, la segunda, a Joaquín Balaguer.