El día 11 de marzo de 2011 las costas orientales de Japón fueron sacudidas por un tremendo terremoto de magnitud 9.0 en la escala Richter, cuyo epicentro estuvo situado en el océano Pacífico, a unos 80 kilómetros al este de Honshu, y su hipocentro a unos 24 kilómetros de profundidad, lo cual movió verticalmente el fondo marino y generó un maremoto cuyas olas, de hasta 14 metros de altura, arrasaron la baja ciudad litoral de Sendai y dañaron el sistema de enfriamiento de la costera planta nuclear de Fukushima, provocando una catástrofe radiactiva nunca imaginada por los cuidadosos japoneses.
Y es que la isla de Japón está posicionada sobre el denominado cinturón de fuego del Pacífico, cinturón que tiene 40 mil kilómetros de longitud, y donde se produce el 80% de los terremotos que sacuden al planeta tierra, y donde se han ubicado los 5 terremotos más fuertes que han sido registrados instrumentalmente, con magnitud igual o superior a 9.0 en la escala Richter, a lo que debemos sumar que en esta isla convergen cuatro importantes placas tectónicas como son la del Pacífico, la de Filipinas, la de Norteamérica y la de Eurasia. Visto así es normal que en Japón ocurran frecuentes y grandes terremotos.
Por ello, durante milenios los japoneses se han preparado para enfrentar los efectos de los terremotos y de los maremotos a los que permanentemente están expuestos, han educado a sus hijos para que respondan adecuadamente y calmadamente al momento del terremoto, han avanzado más que nadie en las investigaciones geotécnicas e ingenieriles para disponer de un adecuado codigo de construcción sismorresistente que garantice que sus edificios se mantengan de pie durante un gran terremoto, y han entrenado permanentemente a todo el personal dedicado al socorro post terremoto, pero aún así, en este reciente terremoto ya han contabilizado más de 25,000 muertes.
Pero lo más catastrófico de este terremoto es que el maremoto averió las bombas que conducen el agua de enfriamiento de la planta nuclear costera de Fukushima, y el sobrecalentamiento facilitó la hidrólisis del agua circulante en el sistema, produciendo una alta concentración de hidrógeno que generó una explosión y ello permitió que los residuos de uranio y de plutonio que estaban almacenados en los depósitos de la planta dejaran escapar importantes niveles de radiación nuclear que ha contaminado toda la vecindad de la planta de Fukushima en un radio superior a los 100 kilómetros.
La radiación dispersa en el aire fue recogida parcialmente por la posterior nevada, y de esa forma una parte de la radiación contaminó el ambiente marino del océano Pacífico, lo cual contaminó la fauna marina de la cual dependen muchos japoneses que viven de la pesca o que consumen pescado, otra parte de la radiación llegó a los cultivos agrícolas, como el arroz, y los inhabilitó, mientras otra parte cayó sobre las aguas superficiales y las contaminó a tal grado que el gobierno prohibió su uso.
En adición a todo eso, tres semanas después del terremoto la situación de la planta nuclear de Fukushima sigue sin control y ha sido necesario dejar filtrar 3 millones de galones de aguas radiactivas hacia el océano Pacífico, lo cual agrava el desastre ambiental y cuestiona la seguridad y la pertinencia de las plantas nucleares.
Pero lo más preocupante es que una parte de la contaminación que cayó sobre las rocas fracturadas, y sobre los suelos granulares porosos, se infiltró al subsuelo y contaminó las aguas subterráneas, las que al tener un largo tiempo de residencia en los acuíferos alargan el tormento de la contaminación por radiación y han de impedir el uso de las aguas subterráneas en cientos de kilómetros a la redonda de la planta nuclear convertida en foco de contaminación ambiental.
No en vano, el Comisario de la Unión Europea dijo públicamente que lo ocurrido en Japón es un verdadero apocalipsis, aclarando que el término utilizado estaba bien aplicado, evitando que se dijera que su expresión constituía un tremendismo.
De inmediato, los dominicanos que esperan un terremoto importante en la zona norte entraron en pánico, pensando que si el país mejor preparado en el mundo para enfrentar un terremoto se ha visto en medio de un apocalipsis que ha matado unas 25,000 personas, y viendo que el pasado año 2010 un terremoto de apenas 7.0 en la escala de Richter mató a unas 300,000 personas en la vecina ciudad de Puerto Principe, entonces cual sería el futuro de las ciudades dominicanas levatadas sobre suelos arcillosos flexibles el día que nos llegue el esperado fuerte terremoto.
Y es que el pánico dominicano está más que justificado porque en nuestro país vivimos de espaldas a la realidad sísmica insular de la Hispaniola, no obstante que en los últimos 450 años nuestra isla ha sido sacudida por siete grandes terremotos, y nuestras costas han sido inundadas por tres devastadores maremotos que han entrado en Azua, en Manzanillo y en Matanzas de Nagua.
No obstante esa realidad sísmica histórica, nuestras autoridades a cargo de las instituciones de prevención y mitigación de desastres siempre intentan tranquilizar a la gente diciendo que estamos preparados (suponemos que para salir corriendo), y nuestros bomberos han dicho que “estamos preparados para enfrentar cualquier desastre fruto de un terremoto, siempre que el terremoto no sobrepase nuestra capacidad de respuesta”, y la gente se pregunta, cuál es la capacidad de respuesta de nuestros bomberos en caso de un terremoto?.
Es como decir que tenemos capacidad para comprar todos los trajes que estén en venta en todas las tiendas de lujo del principal centro comercial de la Capital, siempre y cuando su valor no sobrepase el dinero disponible en nuestra cartera, y cuando nos preguntan que cuánto dinero tenemos en la cartera, respondemos que tenemos 100 pesos. Así estamos.
El Ministerio de Educación no dispone de cartillas escolares que enseñen a los estudiantes y a toda la población sobre lo que es un terremoto, dónde y porqué se producen los terremotos, y porqué las edificaciones construidas sobre suelos sufren más daños que las edificaciones construidas sobre rocas, tal y como lo explica el Evangelio de San Mateo, en el Capítulo 7, versículos 24-27.
Nuestras escuelas, hospitales, iglesias y viviendas, construidas sobre suelos flexibles, como los suelos del valle del Cibao, muestran serias vulnerabilidades estructurales, principalmente “pisos suaves” que se aplastarían al momento de recibir sacudidas horizontales bidireccionales fruto de la llegada de las lentas ondas sísmicas de cizallamiento que afectan mayormente a las columnas, específicamente cuando hay cambios de rigidez y cuando no hay muros fuertes que absorban las deformaciones producidas por los esfuerzos cortantes horizontales; y lo peor es que el gobierno se niega a corregir esas vulnerabilidades.
No hay un Plan de Ordenamiento Territorial para el crecimiento urbano sobre rocas, ni una microzonificación sísmica que le muestre a la gente dónde es sísmicamente más conveniente construir o comprar una vivienda o un apartamento.
Recordemos que todas las edificaciones colapsadas en Puerto Príncipe, Haití, el 12 de enero de 2010, estaban construidas sobre suelos flexibles, y que todas las edificaciones construidas sobre las rocas calizas rígidas de Haití se mantuvieron de pie. Los daños en Haití no fueron causados por la mala calidad de las construcciones, sino por la mala calidad de los suelos.
En la República Dominicana no hay ninguna autoridad nacional ni municipal que impida que en Santiago, en La Vega, en Bonao, en San Francisco de Macorís, etc, se construyan torres altas sobre suelos arcillosos flexibles, las cuales representan un temerario desafío a las fuerzas telúricas que cada 60 a 70 años hacen estragos en la franja norte de nuestra isla Hispaniola.
Aquí no se obliga a los constructores a vender las viviendas con una póliza de seguros contra terremotos, para lo cual deberán demostrar que la vivienda es sismorresistente, ni se obliga al gobierno a construir escuelas y hospitales sismorresistentes.
Nuestros bomberos y nuestra defensa civil no disponen de cámaras de video montadas sobre cables flexibles que permitan explorar dentro de los escombros de edificios colapsados, no disponen de geófonos para introducirlos en los escombros y escuchar gemidos de personas sobrevivientes, no disponen de perros amaestrados para la búsqueda de sobrevivientes, no disponen de equipos para rescatar personas atrapadas bajo escombros de hormigón, ni mucho menos disponen de helicópteros.
No hacemos simulacros de evacuación que enseñen a los estudiantes, a los feligreses y a los fanáticos, la forma correcta de evacuar una escuela, una iglesia o un estadio deportivo, respectivamente.
Nuestros hospitales no almacenan suficiente sangre, ni suero, ni antibióticos ni antitetánicas para las necesidades post terremoto, ni el gobierno dispone de centenares de miles de casas de campaña para albergar provisionalmente a los damnificados de un terremoto.
En la República Dominicana se permite que mucha gente viva al pie de las presas construidas sobre fallas sísmicamente activas, presas que podrían romperse al momento de un terremoto y el agua llevarse a toda la gente que vive a orillas del río represado.
Recordemos que Japón estaba preparado para un terremoto de 8.0, y uno de 9.0 (diez veces superior) ha matado 25,000 personas y ha provocado un desastre nuclear; Haití no estaba preparado para un terremoto de apenas 7.0 (con sacudida cien veces inferior a la de Japón) y murieron 300,000 personas; entonces, qué pasaría en la República Dominicana si sufrimos un terremoto de magnitud 8.0, parecido al que sufrimos el 4 de agosto de 1946 (con sacudida diez veces superior a la de Haití)?
En fin, como nuestro país no está preparado, prepárese usted, viva sobre roca, y si vive sobre suelo trate de tener en cada habitación de su casa una mochilita conteniendo algunos alimentos no perecederos, algunas medicinas y varias botellitas de agua, porque si usted sobrevive al terremoto, esa mochilita puede permitirle mantenerse con vida durante tres o cuatro días hasta que lleguen las brigadas de rescate de México, Estados Unidos, Italia, Turquía, Grecia y Finlandia, porque contando con nuestros cuerpos de rescate nos quedaremos bajo los escombros por mucho tiempo. Y que conste que no es un tremendismo.
Esa es una triste realidad, pero nuestra realidad al fin, y esperamos que Dios se apiade de nosotros e ilumine a nuestros gobernantes para que entiendan que la sismicidad de la isla Hispaniola es una realidad que no debemos ocultar, ni minimizar, y que estamos obligados a aceptarla y a educarnos para prepararnos.