Hace dos semanas santas, -semana mayor para los muy devotos-, venía de pasar mis benditas vacaciones de una pequeña comunidad llamada Salinas, situada a unos 15 minutos de Bani, la capital de la provincia Peravia, en el Sur de nuestra Quisqueya.
A unos cinco minutos de Salinas, viniendo de regreso para la Capital de la República, hay una curva que por lo cerrada podemos bautizarla como una pequeña invitación a la muerte, así que lo más prudente es pasar por ella a una velocidad portadora del sano juicio, abrazada al equilibrio del Ser apegado al aire fresco, maniatada al seguir gozando el masticar el mango banilejo, al seguir tocando con las miradas el dulce contonear de las bellas nalgas sureñas. Y yo así lo hago porque me encantan esas vainas: quiero seguir vivo.
En la semana santa nuestros motoristas, en vez de cubrirse de santidad, se cubren de diabluras, y las carreteras se convierten en el divino santuario del suicidio, masivo en esa época, pues creen que Cristo no pide justicia sino sangre. Corren con una vocación admirable para el suicidio, como si la muerte corriera tras ella misma, las estelas dicen: la muerte persigue a la muerte con una amplia sonrisa entre sus labios.
Un grupo de ellos venían a toda velocidad de Bani, se pasaban la botella de ron de un motor a otro, bebían, reían, competían y gozaban el desafiar la muerte, el ver diluirse entre la humarada sus corajes.
Llegando a la curva uno de los motoristas, al tratar de tomar la botella, perdió el equilibrio y empezó a rodar por la carretera como si fuese una bola de fuego, llamas quedaban tras ellos, cabellos, piel, órganos y sangre adornaban la pista con ese rojo propio de los campos de batallas. Y en el centro de la curva su motor se detuvo al chocar con mi goma trasera, el impacto sacó del asiento a su acompañante y metió su cabeza abriéndole un hueco al ya destruido neumático de mi agredido vehículo.
Yo me detengo, salgo a examinar los hechos, preguntar por quién vive y quién muere. Toda respuesta fue incierta, pues en medio del charco de sangre los demás compañeros montaron al herido en otro motor y con la misma alegría que traían emprendieron el regreso.
Con la ayuda de un transeúnte cambié mi goma y continué con mi agenda, ahora interrumpida pues debía pararme en la policía a dar el informe. Llego al estacionamiento policial de Matanzas, entro, conmigo entra mi amante, Simona Pytlová, quien todavía anda toda alborotada por el revolú.
En el cuartel, un moreno, más gordo que fuerte y con cara de sargento mal pagado, observa un juego de pelota de las grandes ligas. Lo saludo, él responde con un gesto de mal gusto, pues no tenía ni el ánimo ni la fuerza para pararse de la silla y abandonar el televisor. Sentí que estaba esperando un jonrón y entendiendo su ánimo me limito a contarle lo ocurrido sin reclamarle el que abandone su bien ganada posición. Al terminar de escucharme me pregunta:
—¿ Y está muerto?
—Sí, yo entiendo que sí…Por eso vine a hacer el reporte.
—¡Ah, pues deje eso así!
— Pero el muerto me rompió una goma, él tiene que pagármela.
—¡Bueno, los muertos de aquí no cargan deudas.