Los que se han impuesto la misión de que Trujillo permanezca en la memoria del pueblo dominicano solo como un sinónimo atroz restan rigor a su obra cuando se empecinan en proyectar el periodo de los doce años de Balaguer como una extensión de los treinta de la dictadura trujillista.
Olvidan que ellos mismos recrean al tirano como patán despiadado, sin más inspiración en su proceder que la búsqueda de enriquecimiento, imagen que no concuerda con la del presidente Balaguer, al que todavía el resentimiento impide colocar en el sitial que le corresponde: uno de los grandes estadistas de América.
Para no admitir que se labró en el corazón de las masas un sitial que no pudieron alcanzar, excepción hecha de Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez, sus más enconados adversarios, se arguye que nunca cantó victoria por voluntad libérrima de los electores, sino siempre producto del fraude y las imposiciones fácticas, argumento que entiendo injusto.
El primero de esos cuestionamientos se dirige a las elecciones del 1966, que sostienen que las ganó sobre los fusiles de los soldados estadounidenses y bajo un clima de represión que impidió que su opositor pudiera salir a realizar campaña.
El profesor Juan Bosch se vio compelido a una campaña matizada por la represión que le impidió tomar contacto directo con los electores, pero aún sin ese elemento Balaguer duplicaba el respaldo de Bosch, como bien lo había determinado una encuesta encargada por una agencia estadounidense, que le confería un 46% de las preferencias versus un 24% para Bosch.
La imagen de un Balaguer que solo ganaba con fraude volvió a renovarse en 1990, cuando le ganó a Juan Bosch, y en 1994, hizo lo propio con el doctor Peña Gómez. En ambos casos hubo irregularidades, pero también se expresó lo que es pecaminoso admitir: que Balaguer era un subestimado que a la hora de la racionalidad se agigantaba en la preferencia de los electores.
Si Trujillo trabajó para convertirse en el hombre más rico y poderoso del país, nadie puede alegar que Balaguer se moviera con ese propósito. Está claro que aspiró a enriquecer a la sociedad. Lo de la corrupción detenida en la puerta de su despacho, no era metáfora, ni procuró fortuna en el régimen de Trujillo ni en sus gobiernos, aunque se ocupó de propiciar la ampliación de la clase media y el empresariado.
Es cierto que varios de sus funcionarios observaban una conducta distinta a la de su líder y que hicieron del Estado su fuente de acumulación originaria, y que él, a diferencia de lo que hubiese hecho Juan Bosch, consentía ese proceder, como lo es también que se perpetraron asesinatos salvajes como el de los jóvenes del Club Héctor J Díaz, el de los periodistas Orlando Martínez, Guido Gil y Gregorio García Castro, así como de decenas de líderes izquierdistas, pero no puede argüirse que fueron decisiones suyas, aunque por responsabilidad histórica son endosables a su régimen.
Esos desmanes no pueden examinarse fuera del contexto, que no era solo el de una etapa que siguió a una guerra civil, sino que en el plano internacional estaba matizado por un enfrentamiento ideológico que se dirimía con sangre. Los jóvenes de avanzada no buscaban derrocar al gobierno por vía de las urnas en las que no creían sino por las armas y se involucraron en aventuras que no el gobierno de Balaguer, sino Estados Unidos, gendarme del capitalismo, respondió con sentencias de muerte aplicables sobre cualquier voluntad.