Por experiencia propia, el pueblo dominicano ha sido testigo a lo largo de su historia de distintas versiones de violencia, de acuerdo al contexto político y social a donde lo han llevado las circunstancias y sus protagonistas.
Esas mismas razones, según los historiadores, nacidas en el antes y el después del descubrimiento de la isla, dejó sus huellas indescriptible de violencia en todas sus formas, cometida tanto por los conquistadores como por los conquistados.
El sendero de sangre surgió con el choque de civilizaciones y continuó a partir de ahí. Desde la época colonial, pasando por las invasiones haitianas, hasta el periodo previo a la doble independencia. A partir de entonces, la violencia –en este caso política- fue, ha sido y sigue siendo un factor común denominador.
Tanto así, que se materializó en una serie de cambios, sucesiones de gobiernos, golpes de estado y más invasiones extranjeras, hasta que el río de sangre culminó en una dictadura férrea, a pesar de Capotillo y la Talanquera.
El rostro de la nueva dictadura galvanizó toda la violencia que un poder omnímodo y despótico podía acumular durante más de tres décadas. Y de paso, resumió la mejor y la peor cara de la que es capaz de presentar el pueblo dominicano en situaciones que lo demanden, tanto si se dispone para lo bueno como si se dispone para lo peor.
Con la desaparición de la tiranía de Trujillo, y cuando la ciudadanía respiraba un poco más de alivio y de paz social, en una coyuntura política de transición democrática, la rebelión cívico-militar, de abril del 65, llevó a otro capítulo de repiqueteo de las armas, a la lucha fratricida entre hermanos y a los ríos de sangre.
En ese episodio moderno y más reciente, se abrieron todos los diques de la ira nacional, como también la furia de los verdugos del pueblo, tanto nacionales como extranjeros. La ciudadanía padeció hambre, humillación y dolor y la vida perdió su valor intrínseco.
En ese periodo, la violencia y el horror se impusieron, hasta que desapareció su accionar físico. Pero quedó la cicatriz que subyace en el subconsciente colectivo de la nación, como si fuera el combustible que mantiene viva la esperanza y la desesperanza del sus ciudadanos.
Superada en apariencia el odio y en ella, algunas raíces del mosaico de razas y colores del pueblo dominicano, Balaguer retomó la resaca del ajuste de cuentas entre los remanentes de la dictadura que heredó y quienes la rechazaron.
La violencia política no se hizo esperar durante al menos doce años de sus gobiernos sucesivos. Atizado por ideologías fracasadas y espoleado por el marco de la Guerra Fría, el país empujado por las ambiciones de los malos políticos, perdió el respeto por los valores patrios, así como sus metas de equidad y de justicia social por el bien de la nación y de todos.
En los umbrales del siglo XXI, y casi sin darse cuenta, el pueblo dominicano va perdiendo el respeto a la bandera, la solemnidad del himno, la seguridad de sus calles, la garantía de sus servicios básicos, sus buenas costumbres, y sobre todo, la honra de la palabra empeñada, la seriedad de los principios que lo sustentaban en los valores esenciales, la familia, la educación, el trabajo honrado, el respeto a la verdad y a la vida en todas sus formas.
En presente, ese culto del pueblo dominicano a la violencia política persiste en muchas de sus formas. Sin embargo, se va traduciendo en una de las peores y más execrable: la violencia social. Y con ella, la desintegración familiar y de casi todos los principios una vez válidos y respetados.
Esa violencia social moderna es alimentada por la desigualdad, la exclusión, el narcotráfico, los vicios, la corrupción, la injusticia, el consumo, la ambición desmedida, el afán de lucro, la riqueza ilícita, la inmoralidad, el desenfreno, y todos los bajos fondos de la ilegalidad, contrarios a la transparencia y a la salud social.
En conclusión, ¿Es dado a la violencia el pueblo dominicano? No lo creo. Pero su tejido social y moral no transita por senderos de salud. Ello es resultado de la descomposición política que ha podrido casi todo el tejido social.
El pueblo dominicano merece un presente más sano y un futuro más prometedor, con más capacidad de compromiso y de solución de conflictos por las vías pacíficas y civilizadas, que de inicio por la familia y por la escuela. Tal vez así, se acabe la violencia…y germine la esperanza.
