A lo largo de la historia del fútbol −la historia del siglo XX se podría decir− el vínculo entre el fútbol y la política ha sido muy estrecha, y se ha identificado a este deporte como un aliado inseparable de fascismos y dictaduras que hallaban en los éxitos futbolísticos un mecanismo generador de ideología y acción propagandística. Benito Mussolini, Adolf Hitler y Francisco Franco fueron tres de las personalidades más activas en la utilización del balón como proveedor ideológico de sus respectivos regímenes.
El caso italiano: Mussolini y los Mundiales de 1934 y 1938
El primer régimen que se sirvió del fútbol con fines políticos fue el fascismo de Benito Mussolini en Italia. El dictador había subido al poder el 28 de octubre de 1922 al frente del Partido Fascista Italiano. Pronto se erigió en el artífice del resurgimiento de la supremacía italiana inspirada en el modelo del Imperio Romano y tres años fueron suficientes para instaurar la primera dictadura fascista en Europa.
Mussolini no era un entusiasta del fútbol, pero enseguida se percató de las enormes posibilidades que brindaba el balón para ganarse a la opinión pública. Como oportunista, aprovechó el momento. Sabía que el fútbol era un deporte de masas y por tanto ahí era donde debía dirigirse. El Gobierno necesitaba el apoyo popular, y el apoyo popular se encontraba en el balón. Para los fascistas, el fútbol era algo más que un deporte, ya que El fútbol como fenómeno político permitía concentrar en un espacio propicio para la puesta en escena a considerables muchedumbres, ejercer sobre ellas una fuerte presión y alimentar los impulsos nacionalistas de las masas.
En 1934 Italia acogió la II edición de la Copa del Mundo. Mussolini era consciente de lo que representaba organizar un acontecimiento de tal envergadura y anhelaba que su país fuera sede del evento para difundir al resto del mundo su ideología y exhibir el poderío militar y expansionista de su régimen. El presidente de la Federación Italiana de Fútbol, Giorgio Vaccaro, afirmó: La última meta del acontecimiento será la de demostrar al universo lo que es el ideal fascista del deporte.
Suecia, el otro país con opciones para organizar el Mundial, retiró su candidatura sin explicar las razones. Parece ser que las presiones diplomáticas de Mussolini fueron suficientes para deshacerse del país nórdico. La selección uruguaya, previendo el transcurrir del campeonato, se negó a participar: No iremos en rechazo al régimen fascista italiano y a la utilización política que se hará del evento.
Poco antes del comienzo del campeonato el líder fascista comunicó a Vaccaro en un conciso pero claro mensaje cuáles eran las pretensiones del certamen:
− No sé cómo hará, pero Italia debe ganar este campeonato. Vaccaro, ingenuo, contestó:
− Se hará todo lo posible.
La respuesta de «Il Duce» fue contundente:
− No me ha comprendido bien. Italia debe ganar este Mundial. Es una orden.
Para que no se descuidase detalle alguno, Mussolini asumió el control total de la organización del certamen. Todo el campeonato fue un programado ejercicio político. Los carteles que anunciaban el evento mostraban la figura de Hércules con un pie sobre un balón y el brazo extendido haciendo el saludo fascista. El estadio de Turín pasó a llamarse Estadio Mussolini. Y los jugadores de la selección, a los que el mandatario italiano denominaba soldados al servicio de la causa nacional», comenzaban y terminaban los partidos saludando al público con el brazo extendido en alto y cantando a Italia.
La idea de Mussolini de mostrar al mundo el poder italiano no era sólo un pensamiento, sino que fue acompañada de símbolos que así lo corroborasen. Para ello, «Il Duce» mandó diseñar un trofeo especial destinado al campeón seis veces más grande que el de la edición anterior, en cuya parte inferior aparecía una inscripción que decía: «Coppa del Duce».
Para asegurarse una selección nacional de éxito creó la figura de los oriundos −que tanta importancia tendría en España posteriormente−, descendientes de italianos en el extranjero que eran nacionalizados. Mussolini sabía que el buen fútbol estaba al otro lado del charco, en tierras latinoamericanas, donde existía una amplia colonia italiana. Por ello mandó fichar a esos grandes jugadores, los nacionalizó y así se incorporaron a la selección nacional. Fueron los casos de Monti y Orsi (Juventus), Guaita (Roma), Guarisi (Lazio) y Demaría (Ambrosiana).
En un Mundial diseñado a la medida de «Il Duce» el dictador se preocupó personalmente de designar a los colegiados que debían pitar los partidos y no se perdió ni un encuentro del combinado italiano, que presenció desde la tribuna del palco.
España fue una de las selecciones que sufrió la parcialidad de los arbitrajes aleccionados por el dirigente fascista. Italia venía de derrotar a Estados Unidos en octavos de final por 8-1 y España a Brasil por 3-1. En cuartos de final ambos países debían jugarse el pase a la siguiente fase. Era una final anticipada, ya que ambos equipos venían desplegando el mejor juego. España se adelantó en el marcador en el minuto 31 con gol de Regueiro.
Cuando el primer tiempo estaba a punto de finalizar, Ferrari empató el marcador, pero el árbitro belga Louis Beart anuló el tanto por clara falta de Schiavo a Zamora. Los italianos enfadados comienzan a reclamar y el colegiado, tras consultar con el juez de línea, concedió el tanto.
En la segunda mitad el árbitro fue protagonista de nuevo al anular un gol a los españoles por un fuera de juego inexistente. Con empate a 1 se llegó al final. El partido de desempate se jugó al día siguiente, el 1 de junio. Los italianos ganaron 1-0 gracias a un gol de Meazza en el minuto 11. El suizo René Mercet también tuvo notable influencia en el marcador final al anular un tanto al equipo español. La actuación del colegiado fue tan descarada que la federación de su país le suspendió de por vida. Después del partido el colegiado belga John Langenus, que cubría el evento como periodista, dijo: España, verdadero campeón del mundo. Italia necesitaba ganar. Cosa natural, pero no se preocupó de impedir que se viera tan claramente.
El defensa Jacinto Quincoces, integrante de aquella selección y nombrado mejor lateral izquierdo del torneo, recordaba tiempo después: Dominamos claramente y sólo nos pudieron marcar después de que a Zamora lo metieran en la portería de un puñetazo.
Además anularon un gol a Lafuente por fuera de juego cuando había hecho una jugada individual en la que dribló hasta el banderín de córner. Luego en el desempate teníamos siete lesionados de los palos que nos habían dado. Yo tuve que jugar lesionado. Pero nuevamente recurrieron a los golpes y a un arbitraje muy parcial para ganarnos.
Pedro Escartín, jugador, seleccionador nacional, árbitro internacional y periodista −en el fútbol lo he sido todo, menos balón, dijo en cierta ocasión− también comentaba este episodio así: Fue el partido más politizado, anormal en su desarrollo. A España le limpiaron en sus dos partidos frente a Italia con dos arbitrajes parciales. En aquel Mundial hubo una funesta influencia de la política. Era la Italia de Mussolini. Además económicamente hubiera supuesto un gran fracaso que Italia fuera eliminada a las primeras de cambio. Los jugadores transalpinos recibieron una prima de 10.000 liras por cabeza.
Después de dejar en el camino a España, Italia se enfrentó en semifinales a Austria, la favorita del torneo. Fue el partido con mayor recaudación del Mundial: 811.526 liras. El encuentro contra los austriacos tampoco estuvo exento de polémica. Según se dice, el árbitro nombrado para el encuentro, el sueco Ivan Eklind, había cenado la noche anterior con el mandatario fascista. El equipo italiano ganó por 1-0 a los austriacos gracias a un claro fuera de juego no pitado. Bican, jugador austriaco presente en aquel encuentro, sostuvo hasta su muerte en 2001 que el partido estaba de parte de los anfitriones: Por nuestro entrenador Hugo Meisl sabíamos que el árbitro estaba comprado y que iba a arbitrar a favor de los italianos.
Hasta llegó a jugar con ellos. Cuando pasé un balón al ala derecha uno de mis compañeros, Zischek, corrió a por él, pero el árbitro se lo devolvió a los italianos. Fue una vergüenza.
En la final, en el Estadio del Partido Nacional Fascista, el rival fue Checoslovaquia.
Asistieron más de 50.000 espectadores, la mayoría de ellos funcionarios del partido de «Il Duce». La descarada actuación del sueco Eklind en la semifinal no fue impedimento para que Mussolini le designase nuevamente como colegiado para el último partido del torneo. Antes del pitido inicial Eklind fue el único invitado al palco de honor para saludar al «Il Duce», lo que hacía presagiar el desenlace del encuentro. Si esto ocurría, lo normal era que se invitase a los capitanes de los dos equipos, y en su caso, al árbitro. Sólo acudió este último. Aquello mermó la moral de los checos, que conocían el precedente de la semifinal contra los austriacos.
En el descanso del partido, con el resultado de empate a 0, un enviado de Mussolini se personó en el vestuario italiano y entregó al seleccionador azzurri, Vittorio Pozzo, una nota manuscrita en la que decía:
− Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar.
Inmediatamente el entrenador se dirigió a los jugadores con el siguiente mensaje:
− No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal.
Italia, como estaba previsto, ganó y ello a pesar de que en la portería contraria se encontraba el guardameta Planicka, apodado «el Zamora del Este». El resultado final fue 2 tantos a 1. Al día siguiente, los vencedores asistieron a la ceremonia de celebración que el líder fascista les había organizado vestidos con el uniforme militar.
La victoria de la plantilla transalpina proporcionó entonces una oportunidad propagandística inigualable para cimentar la imagen del país y de su dirigente y agasajar al régimen. El periódico Il Messagero destacaba el triunfo de la squadra azzurra con estas palabras: Es en nombre de Mussolini por el que la juventud de la Italia fascista se hace fuerte en los estadios; es en nombre de Mussolini por el que nuestro equipo se ha batido en Florencia, en Milán y ayer en Roma para conquistar el título mundial.
El control que ejerció «Il Duce» sobre toda la organización de la competición fue absoluto.
Cuando acabó el certamen, el presidente de la FIFA en su correspondencia diaria con su secretario general decía: Tengo la impresión de que no ha sido la FIFA la que realmente ha organizado la Copa del Mundo, sino Mussolini. «Il Duce» salió fortalecido del evento y su popularidad se vio incrementada notablemente, lo que sirvió para que el fascismo se convirtiese en una especie de religión laica.
Cuatro años más tarde, ésta vez en Francia, el conjunto italiano repitió triunfo. El campeonato, con el mundo convulsionado y la guerra en ciernes, también estuvo ensombrecido por cuestiones políticas.
Italia se desentendió de Noruega (2-1) en octavos de final; de Francia (3-1) en cuartos; y de Brasil (2-1) en la semifinal. El partido contra los franceses, el 12 de junio, se jugó en medio de un gran ambiente hostil.
El Gobierno francés era uno de los que había otorgado asilo político a los fugitivos de la dictadura fascista. La situación se hizo más tensa cuando los italianos saltaron al terreno de juego con las camisetas negras del fascismo e hicieron un tímido saludo imperial, lo que provocó una gran pitada del público asistente al estadio.
En el último partido del campeonato la selección italiana debía enfrentarse a Hungría. «Il Duce», conocedor de la importancia de la victoria para continuar demostrando al resto del mundo la superioridad del régimen fascista, envió la víspera del partido un telegrama intimidatorio a los jugadores italianos en el que les advertía: «Vencer o Morir».
La consigna de Mussolini se cumplió e Italia se consagró de nuevo campeona del mundo tras vencer por 4 tantos a 2. Después del partido el guardameta húngaro, Antal Szabó, afirmaba:
− Nunca en mi vida me he sentido más feliz después de un partido.
Ante la mirada atónita de los allí presentes añadió:
− He salvado la vida a once seres humanos. Me han contado antes de empezar el partido que los italianos habían recibido de Mussolini un telegrama que decía: «Vencer o Morir». Han vencido.
Los periódicos italianos tampoco desaprovecharon esta ocasión para hacer propaganda.
El éxito era atribuido «a la excelencia atlética y espiritual de la juventud fascista en la misma capital del país cuyos ideales y métodos son antifascistas. El rotativo deportivo la Gazzetta dello Sport calificó esta segunda copa como, la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza, además de ser una gran victoria para el nombre y prestigio de “Il Duce”».
El fútbol como transmisor de ideologías políticas
LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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