El húngaro Gyorgy Sarosi fue una de las grandes figuras de los años treinta y cuarenta. Jugaba de defensor, de mediocampista y de delantero. Quería ser abogado, pero la necesidad lo acercó al fútbol.
Ferenc Puskas contó varias veces que los grandes momentos del fútbol húngaro habían nacido en los potreros con arena que ofrecía Budapest. Allí se jugaba durante la niñez y la adolescencia mientras la luz del día acompañaba. Era el principal de los pasatiempos. Eva -la hermana menor de Ferenc- recordó alguna vez sobre aquel berretín: «Él tenía un gusto que se daba cada vez que podía: se robaba las medias de nuestra madre y armaba pelotas de trapo para jugar con sus amigos, con los vecinos. Era un experto en eso. Resultaba casi un arte». István Cserjes -íntimo amigo de Puskas y compañero en el club Kispest- expresó en una entrevista a la televisión húngara que, ya como profesional, Ferenc seguía yendo a ese espacio de Budapest en el que estaba naciendo la mejor generación de futbolistas húngaros. Tenían magia aquellos rincones: dos décadas antes, bajo ese mismo cielo y sobre ese mismo suelo, Budapest comenzaba a ofrecerle al fútbol del mundo al primer polifuncional de la historia, Gyorgy Sarosi.
Sus 186 centímetros lo ubicaron pronto como zaguero central. Aunque, claro, en el potrero se podía jugar en cualquier lugar del campo. En esos días, Gyorgy se destacaba entre sus pares y hasta jugaba mejor que los compañeros más grandes. Sin embargo, el fútbol no era más que un entretenimiento por entonces para él. Prefería ser abogado. Fue la necesidad familiar la que lo empujó al deporte en el que luego se convertiría en celebridad. Su padre trabajaba de sastre y en aquellos días de finales de los años veinte le costaba conseguir trabajo. Y le recomendó a Gyorgy que probara con el fútbol. Y el joven Sarosi aceptó el desafío: pronto, a los 18 años, ya estaba jugando en la Primera del Ferencvaros,
uno de los gigantes del fútbol de Hungría. Arrancó como defensor y ya en su segunda temporada el equipo ganó el título de la Liga.
En el campo de juego fue creciendo en su dimensión como futbolista y avanzando en términos posicionales. El sitio oficial de la FIFA, que lo ubica en su Salón de la Fama, señala sobre ese recorrido: «Por su clase con el balón en los pies, Sarosi fue ocupando posiciones cada vez más adelantadas en la alineación del Ferencvaros, primero de mediocampista ofensivo y después de delantero. En esta última demarcación lideró la inconcebible goleada de 11-1 sobre el Ujpest, que acababa de ganar el título de liga, en la final de la Copa de Hungría de 1933, donde marcó una tripleta y se convirtió en autor de los pases de otros cuatro tantos». Parecía capaz de todo en cualquier espacio del campo donde lo ubicaran.
Su palmarés cuenta su jerarquía y su relevancia en los años treinta y cuarenta. Con el Ferencvaros -el único club al que representó como futbolista- jugó ininterrumpidamente durante 18 años y obtuvo diez títulos. Acumuló cinco Ligas, cuatro Copas Nacionales y una Mitropa, la competición europea más relevante de aquellos días en los que aún no había nacido la Champions League. Además de los números colectivos, también los individuales lo retratan: con sus 351 goles está sexto en la tabla de máximos anotadores del fútbol húngaro. Y aunque no siempre jugaba como centrodelantero llegó a ser el goleador de la temporada en dos ocasiones. Y su promedio de gol a lo largo de su carrera (0,83 por encuentro) lo pone en el pedestal de la elite. Con cifras que en estos tiempos sólo pueden alcanzar Messi o Cristiano Ronaldo. Y aunque en aquel momento no existía el Balón de Oro, en cada seleccionado ideal que publicaban diarios y revistas, él aparecía. Sólo había una dificultad: no sabían dónde ubicarlo dentro de los once.
El primer gran salto del fútbol húngaro sucedió bajo su influencia decisiva. La primera de las dos finales mundialistas que el seleccionado magyar disputó en su vida cambiante sucedió en 1938. Sarosi ya era la figura y el capitán. Cuatro años antes, había participado en la Copa del Mundo de Italia. Y con sus 22 años se presentaba como un crack en potencia. En el libro Los Maravillosos Mundiales de Fútbol, publicado por El Gráfico, presenta al encuentro entre Austria y Hungría como «el enfrentamiento entre los dos mejores centrodelanteros del mundo: Sarosi y Sindelar». Al austríaco le decían El Mozart del fútbol y ese día, en Bologna, jugó como tal, aunque no convirtió goles. Hungría perdió en esos cuartos de final a pesar del aporte goleador -de penal- de Gyorgy. El mundo ya sabía que Sarosi era sinónimo de deleite.
Lo mejor llegaría en territorio francés, en el 38. Hungría se abrió paso a la final liderado por Sarosi y a fuerza de goles: debutó con un 6-0 ante Indias Holandesas (hoy Indonesia), derrotó 2-0 a Suiza en cuartos y aplastó con un 5-1 en las semifinales a Suecia. En la final, en el estadio parisino de Colombes, llegó el turno de Italia, el defensor del título. El equipo que dirigía Vittorio Pozzo y en el que se destacaban Giuseppe Meazza y Silvio Piola -dos leyendas del calcio- fue más que Hungría en ese encuentro de alto vuelo en el que Italia se terminó imponiendo 4-2. Sarosi volvió a decir presente al convertir un tanto. No sólo eso: más allá de la derrota en la cita definitoria, ese fue también su Mundial. La FIFA así lo condecoró: Sarosi ganó el Balón de Bronce (como el tercer mejor jugador, detrás del brasileño Leónidas y de Piola) y el Botín de Bronce. En definitiva, una celebración de su juego y de sus goles.
Tardó en recibirse, pero finalmente cumplió su objetivo: se convirtió en abogado. Aunque, otra vez, el fútbol fue una tentación superior: se hizo entrenador. Entre 1948 y 1960 se transformó en un personaje del fútbol italiano: comenzó en el Bari, dirigió a Lucchese, fue campeón del Scudetto con la Juventus (en la temporada 51/52), también condujo a Roma, Genoa, Bologna y Brescia. Ya en 1963, tras hacerse cargo del Lugano de Suiza, abandonó los bancos y los pizarrones. Cuentan que en sus días de técnico le gustaban los jugadores polifuncionales. Y los equipos goleadores. La Vecchia Signora que armó es el perfecto ejemplo al respecto: el equipo convirtió 171 tantos en dos temporadas y en ambas tuvo el ataque más eficaz (en la campaña 52/53 fue subcampeón y marcó 27 goles más que el primero, Inter). Dirigía como jugaba.
En 1999, seis años después de su fallecimiento, Sarosi fue ubicado entre los cien mejores futbolistas del Siglo XX, de acuerdo con una encuesta realizada por la revista británica World Soccer. En el sexto puesto figuraba Puskas. Y afuera se habían quedado otras glorias húngaras como Laszlo Kubala y Florian Albert. A esa altura, en Budapest ya no abundaban los potreros con arena. Fueron escapando de la escena como la pretensión de una metáfora. En su ausencia, Hungría dejó de ser Hungría. A nivel de selecciones, por ejemplo, no accede a un Mundial desde 1986. Y en sus últimas tres participaciones se quedó afuera en la primera ronda. Y apenas ganó dos encuentros de los nueve que jugó (el histórico 10-1 ante El Salvador, en Elche, en el 82; y el 2-0 a Canadá, en Irapuato, en el 86). A nivel de clubes, sucedió algo similar: nunca un equipo húngaro ganó una competición europea. Y la última final se remonta a 1985, cuando el Videoton cayó contra el Real Madrid en la Copa de la UEFA. La bella capital ya no se dedica a cobijar en sus rincones periféricos a cracks como Puskas. O como Sarosi, claro.
El primer polifuncional
LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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