Cerca de un 1 millón de personas salieron el domingo a las calles de varias ciudades de Brasil para protestar por la difícil situación económica, el alza de los precios y la corrupción y para pedir la destitución de la presidenta Dilma Rousseff.
Las marchas ocurren en medio de los intentos del gigante sudamericano por superar dificultades económicas y políticas.
Es poco probable que en el comienzo de su segundo mandato de cuatro años, la presidenta renuncie o enfrente un proceso de destitución como piden varios de sus opositores, molestos por casi cinco años de estancamiento económico y por los escándalos de corrupción en la petrolera Petrobras, controlada por el Estado.
Para una presidenta reelegida hace apenas cinco meses, las protestas son una señal de un país polarizado y cada vez más descontento con su liderazgo. Rousseff ha sido abucheada recientemente en apariciones públicas y a inicios de este mes hubo cacerolazos durante un discurso televisado.
En una rueda de prensa el domingo en la noche, dos miembros del gabinete de Rousseff reconocieron el derecho a protestar de los manifestantes, pero minimizaron la importancia de las marchas, las que calificaron como una expresión del descontento de quienes fueron derrotados en las urnas.
Además, buscaron desacreditar a quienes piden un juicio político. Miguel Rossetto, uno de los principales asesores de Rousseff, criticó lo que consideró la «intolerancia» de los opositores y comparó sus demandas con intentos de un golpe de Estado.
Las protestas del domingo fueron mayores a lo que se esperaba y en general pacíficas y festivas, sin la violencia que empañó una ola de manifestaciones masivas en 2013, cuando los brasileños protestaron contra los gastos de organizar la Copa Mundial 2014 de fútbol.
Si bien fueron menos vehementes, las marchas igualaron en masividad a las de hace dos años. Sólo en Sao Paulo, más de un millón de personas caminó entre los rascacielos de la Avenida Paulista, según la policía estatal.
