Hace casi 40 años Fernando Trueba le demostró al mundo que se podía hacer cine español sin el tañer de castañuelas. Con su Ópera prima, una irreverente comedia de amor al ritmo enloquecido del Madrid posfranquista, Trueba debutó con lo que era, sin duda, una desenfadada declaración de principios en los que desespañolización y liberación se hacían sinónimos.
No era para menos. Salirse de la España negra, dejar atrás el relato tenebroso de tantos años de dictadura, precisaba zafarse el moño y asumir el desmadre sin contemplación. La apenas ganada frescura de un país, hasta entonces gris, que con este filme de Trueba nacía de pronto del horror a la modernidad –por primera vez en sonido directo–, anunciaba lo que sería la carrera insolemne de un director visionario, arriesgado, controversial, inencasillable y siempre joven. No sería hasta poco después, con El año de las luces –coescrita con ese santo varón del guión que fue Rafael Azcona–, que Fernando Trueba se internaría en las tinieblas de una España aterida por una guerra fratricida: lo haría con un humor desembozado, haciéndonos reír.
Pero Trueba no se dejó obnubilar por la asignatura española y se adentró en la mar de géneros y exploró una variopinta gama de estilos y temáticas, como quien padece una fiebre universal y abarcadora. Así nos dio Mientras el cuerpo aguante, Sal gorda, Sé infiel y no mires con quien, El sueño del mono loco con las que refrendaba siempre una versatilidad frondosa como pocas y una divertida pasión por este oficio del siglo XX. Con la llegada de Belle Époque, Trueba saltaría la valla limitadora de la geografía peninsular. Y se calzaría el Óscar a la Mejor Película Extranjera de 1993. No mucho después, como quien se regala así mismo un pasabocas, Trueba pasaría las cosas del querer español por el tamiz infaliblemente exquisito del humor ironizante de Billy Wilder (a quien le dedicó su Óscar por Belle Époque) y de Ernst Lubitsch (a quien bien podría dedicar algunas de sus películas). El acontecimiento sería La niña de tus ojos.
De aquella película desternillante sale ahora, una veintena de años más tarde, una secuela que se cuela por méritos propios y que supera con creces a la anterior: La Reina de España, en la que la cámara de José Luis Alcaine corona de insólita e invitadora belleza a una Penélope Cruz nunca mejor dirigida, en lo que es el trofeo más perfecto de su carrera hasta el día de hoy.
La Reina de España elabora sobre la arquitectura argumental de un grupo de actores que naufragan en medio del fascismo y las miserias de la guerra, y que para colmo, están haciendo una película norteamericana, ramplona y miserable. A cada rato, Fernando Trueba echa mano a su confiable cofradía de chalados con los que se siente a sus anchas. Con ellos y su cómplice beneplácito, el realizador concita la deliciosa gracia de unos cómicos únicos, capaces de tornarse francotiradores que se despachan sin sonrojo contra la relumbronería, el autoritarismo, las normas, el Valle de los Caídos, y todo lo sagrado que pueda haber en España y el cine.
El elenco es de lujo y es ya casi curricular para Trueba: Antonio Resines, Santiago Segura, Jorge Sánz —bendito sea su retorno en esta película— y, de tal unión maléfica, podría solamente acusarse la ausencia de El Gran Wyoming a quien hace rato se lo fichó la tentación de la tele. La tropa es un To Be or Not to Be lubitschiano que inyecta al cine español un humor repleto de claves y citas, ricas y difusas, alimentadas de un metalenguaje y chistes privados que funcionarán mejor o no según cada audiencia. En esta segunda parte, se adhieren mujeres de la riqueza histriónica de, entre otras, Rosa María Sardá, Loles León y Neus Asensi. La fiesta se completa con nuevos comensales como Mandy Patinkin, Chino Darín y la inesperada resurrección de Cary Elwes encarnando a un viejo director de Hollywood que por respeto al valor de la sorpresa no se me permitiría revelar su nombre.
En este atareado taller humano, Trueba cose y descose con maestría, prepara el caldo con gusto y se adueña del plató con el dominio absoluto de un Boabdil en control de su obra. Vulnera las reglas del relato y se apropia de la alegoría de un film dentro de un film para saltarse géneros con desparpajo. Así nos lleva con aplomo en un agolpado recorrido entre géneros que van desde la educación sentimental a la reflexión sobre el quehacer cinematográfico, como quien pareciera cometer la osadía de arriesgarse a sabotear su propia narrativa. El riesgo, sin embargo, queda bien remunerado y el espectador recupera el sosiego entre carcajadas. La solvencia de su ejercicio profesional le hace sentirse a gusto en el mar de los equívocos. Equívocos y riesgos: única manera de lanzarse, a contracorriente, en El embrujo de Shanghai, aunque le cueste bronca con su autor Juan Marsé; o en la divina apología del jazz latino de Calle 54 (con Bebo Valdés, Chico O’Farrill, Tito Puente, Paquito D’Rivera, Gato Barbieri, de la mano secuaz de Nat Chediak); o El milagro de Candeal (con Carlinhos Brown, Caetano Veloso y, otra vez, Bebo); o la cinta animada junto a Javier Mariscal, Chico y Rita; o el osado intento francés de L’Artiste et son modèle, escrita junto a Jean-Claude Carrière, y actuada por el incomparable Jean Rochefort.
No por la gracia de España, como solían decir del caudillo, pero quizás por un acierto total de casting, en La Reina de España verán — ¡oirán!— al mejor Generalísimo Francisco Franco y Bahamonde: voz meliflua y apocada que se crece cuando habla de cine. Trueba no castiga con soberbia al dictador ni le pasa la cuenta histórica maquillándolo de horror; opta por divertirse con él, le basta con volverlo el chiste que ya era. Le guarda, eso sí, una frase de la actriz, la Macarena, el personaje de Penélope Cruz, que coronará el sainete —oración de cierre que será la catarsis que la película esconde con cuidado hasta su final. Luego de ver a Penélope Cruz cantando como nunca se ha cantado la Granada del mexicano Agustín Lara, una delirante extravagancia truebiana entre el cuplé, el más delicioso kitsch y ciertos aires de musical hollywoodense, Trueba consigue otorgar con gentileza (y me atrevería a decir con elegancia) una de las frases más atrevidas, soeces y memorables de cualquier cinematografía. Cuentan que por la dureza de la misma, cuando la gente leía el guión, los ojos de los lectores no podían dar crédito a la frase y le comentaban al realizador que seguramente esas palabras estaban allí provisionalmente y que, justo antes de filmarse la película, el autor, con mejor tino y cabeza, la sustituiría con algo posiblemente más potable. Pero de provisional, nada. La frase —como “the boy stays in the picture!”— se quedó al fin y la graciosa Penélope la dispara con la misma dulzura de un Tejero Molina entrando al Palacio de las Cortes, espetándole al benefactor de España lo que buena parte de su pueblo hubiera querido gritarle en su momento.
Pero no se hagan ideas. La frase es más que una frase en una película llena de frases geniales. No es una frase momentánea ni un insulto como el que la anterior Macarena de Penélope le lanzó al nazi Joseph Goebbels en la anterior entrada. Es irónico que tras la aspereza del aserto que concluye esta película gozosa se esconda un sutil e inteligente exorcismo final del franquismo urdido por un realizador de lucidez inefable desde sus inicios. Es la mejor manera que pudo hallar Fernando Trueba para colocar, en boca de una mujer, la urgencia de una desfranquización de los espacios de la vida española que aún aguardan por llevarse a cabo. Es una frase lapidaria, bordada por el autor y dicha como nadie más podría por la inmensa Penélope Cruz. Es lo que se llama la procacidad y la frescura elevadas al trono.