“Puesta a prueba, una onza de lealtad vale más que una libra de talento”
-Elbert Hubbard-
En este 174 aniversario de nuestra Independencia Nacional, considero propicia la ocasión para reflexionar en búsqueda del por qué, si el creador de la dominicanidad, general Juan Pablo Duarte Díez, con sus actuaciones trazó el rumbo de la institucionalidad como faro, aún vivimos en una especie de “dominicracia”, donde muchas veces las leyes no se aplican ni se respetan, o se utilizan como presión en función a intereses alejados al bien común.
En tal sentido, cada día me convenzo más de la importancia de la historia para entender el rumbo descontrolado de nuestro país. Autores desconocidos por muchos como Américo Lugo y Rafael Augusto Sánchez Ravelo, pusieron de relieve aspectos neurálgicos que aún prevalecen, como la falta de un verdadero Estado-nación por la ausencia de una cultura política, herramienta indispensable para la creación de una conciencia nacional, base para la formación de ese anhelado Estado -nación, al igual que una conciencia colectiva con un ideal común.
Pero, para entender mejor este modelo de Estado que conduce al “encallamiento”, entiendo que la mejor manera sería definiendo conceptualmente qué es Estado y qué es nación.
El Estado es la unidad política superior, dotada de “atribuciones soberanas e independientes “, que integra un país con un territorio, población, soberanía, y un conjunto de instituciones con la autoridad y potestad de establecer las normas que regulan una sociedad, con soberanía interna y externa sobre ese territorio. El mismo posee el monopolio de la violencia como medio de dominación y control.
Cicerón definió este mismo concepto como multitud de hombres ligados por la comunidad del derecho y de la utilidad para un bien común, mientras que, San Agustín, lo concebía como una reunión de hombres dotados de razón y enlazados en virtud de la común participación de las cosas que aman.
Mientras la Nación es el conjunto de personas del mismo origen étnico que comparten vínculos históricos, culturales y religiosos, que además poseen el sentido de pertenecía a un pueblo que utiliza el mismo idioma, compartiendo un territorio y una organización política común.
El Estado cohesiona la población de un territorio bajo una autoridad, con leyes comunes y un poder soberano.
Al definir estos conceptos, es fácil advertir lo lejos que estamos de honrar a Duarte y ser el Estado-nación que él idealizó, ya que históricamente la clase política gobernante siempre ha preferido navegar en el empirismo y sofistería, por lo que no ha podido cumplir una auténtica Estrategia Nacional de Desarrollo, la cual, aún después de haber sido debidamente consensuada y materializada en una Ley, duerme el sueño de Endimión, en los escritorios del Palacio Nacional.
En este sentido, desde el mismo nacimiento de la República, en 1844, la implementación consciente de un modelo de “dominicracia”, torpemente disfrazado de democracia con patente de corso, no ha sido más que un “sistema” aprovechado por grupos políticos de todos los partidos para disponer del erario para fines personales.
Parecería que Julio César, célebre emperador romano, debió vivir situaciones parecidas durante su tortuoso mandato cuando advertía que “los perversos suelen congregarse en mutuo compadrazgo, aunque se detesten los unos a los otros”.
Parece que, con la confianza puesta en la evolución positiva de este proceso, el prominente jurista dominicano, Rafael Augusto Sánchez Ravelo, predijo en el 1944 lo siguiente, cito: “Confiemos en que algún día cuando las generaciones dominicanas del presente, caducas, decrépitas, enfermas e inhibidas, yazcan en el polvo de los caminos inútiles, por encima de las cabezas prosternadas, por encima de la masa vencida, se adelantarán las nuevas generaciones, sanas de cuerpo, limpias de espíritu, fuertes de intención y de voluntad, listas a crear un mundo nuevo sobre las ruinas que ahora estamos acumulando”.
Estos vaticinios del eminente jurista, que datan de 74 años, pudieron haberse convertido en una realidad si los responsables de la conducción política del Estado, hubieran estado motivados en sus actuaciones públicas en el Ideario Duartiano y no en las conveniencias grupales.
Sin embargo, creo firmemente que aún estamos a tiempo. Es momento de reflexionar con sentido crítico sobre lo mucho que se puede perder en un país donde las decepciones y el pesimismo han nublado tantos logros y conquistas, en vez de reconocer que aunque falta mucho camino por recorrer, se ha avanzado bastante.
En ese orden, creo que República Dominicana, gobierno y pueblo, debe de una vez y por todas enfocar sus estrategias y objetivos en la institucionalidad, educación, salud, el fortalecimiento de la justicia y del muy maltrecho principio de autoridad. Basta de seguir improvisando y de actuar como si el Estado fuera un feudo personal o una compañía de “responsabilidad” limitada (SRL).
Esta misma situación se puede ver reflejada, por ejemplo, en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional post Trujillo, las cuales, en cuanto a temas de seguridad pública, no fueron guiadas en su accionar democrático con una doctrina basada en el interés nacional, quizás por falta de voluntad política, las secuelas de la Guerra Fría e inacción, donde temas como crecimiento demográfico e inmigración, debieron ser relevantes, ya que esas instituciones permanentes del Estado no son un fin en sí mismas, sino las estructuras que garantizan la seguridad nacional y el orden público.
Este tipo de críticas, hechas con un espíritu constructivo, en vez de herir ciertas epidermis antes humildes, hoy soberbias, debe llamar a una reflexión profunda en los altares palaciegos con la conciencia y los ojos puestos en el tribunal supremo de la historia, en momentos en que el escenario sociopolítico se ve saturado de tantos comentarios insensatos de dominicanos que, aunque tienen el derecho a expresar sus pensamientos, no creen ni en Dios, ni en la Patria, pero si en una libertad condicionada a permitir indelicadezas que desconocen nuestra historia independentista y que reniegan la sangre y el sacrifico de nuestros próceres.
Para aquellos que son auspiciadores de temores, la censura y retranca del conocimiento y la sabiduría, así como a los que abusan de la libertad, les facilito dos segmentos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, el 26 de agosto de 1789, citó:
X. Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aún por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley.
XI. Puesto que la libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente, excepto cuando tenga que responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley.
En estos momentos, pienso que es fundamental para todo buen dominicano, tener claro los conceptos de Estado, nación, soberanía, derechos fundamentales, así como los deberes ciudadanos, ya que necesitamos y debemos estar concientizados sobre el respeto y apoyo al sistema político vigente, el cual debe ser siempre bien aplicado y ejercido, concientizando que la única vía para alcanzar el poder del Estado son las elecciones generales cada cuatro años, ni un día más ni un día menos, donde la voluntad popular ejerza su responsabilidad cívica, sin dejarse influenciar de las prebendas, temores y el poder del Estado, de decidir si se escoge el camino de la luz y el progreso o el de las tinieblas.
En este 27 de Febrero, mes de la Patria, en un aniversario más de nuestra Independencia, al decidir cada uno de manera consciente ser mejor ciudadano y difundir y hacer suyos los principios y valores en el seno del hogar, se hace el mejor reconocimiento a esos próceres que ofrendaron sus vidas en los campos de batalla, abonando nuestros ubérrimos campos de labranza con su sangre, para legarnos una nación libre e independiente, con el sagrado compromiso de que sea progresista y que provea bienestar para todos sus hijos.