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A papá 23 años después

LA VOZ DE LOS QUE NO LA TIENEN ||
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Por: José Francisco Peña Guaba

Reflexiones en el Cambio #54

Hoy llegamos a 23 años de tu partida, pero me parece que fue ayer. Como que el tiempo se frisó y tengo tu imagen viva en mi memoria. Hablar y escribir sobre ti, sobre tu liderazgo, es hoy el mejor momento para que quienes no lo hicieron, te conozcan como ser humano, ese ser maravilloso y único que sigues siendo, porque para mí tú vives diariamente en mi corazón, que no te olvida jamás y que espera verte cuando me llamen, para reencontrarme contigo e iniciar, con los dos besos que me dabas en ambas mejillas agarrándome la cara con tus manos de padre amoroso, una nueva fase de nuestras vidas. Eres el mejor, ¡qué tipazo eres, en todo el amplio sentido de la palabra!

Sabes, le pregunté a mamá, una mujer bella y de tez blanca, que vio en ti, un morenito que llegó a su casa a solicitar posada (mi abuela tenía una pensión cercana a “La voz Dominicana”). Corría el año 1958, no tenías recursos económicos, pero sí muchas ilusiones. Llegaste ahí, donde el destino te tenía asignada a tu compañera para los años difíciles, mamá. Ella, de poco hablar sobre estas cosas, cayó rendida ante tu don de gentes, tu inteligencia prístina y esa bonhomía que brotaba a cántaros de tu piel morena, pero si algo enamoró el corazón de “Lala” fue esa vena de poeta y cantor que le enternecía el alma hasta la mujer más escéptica.

Noches enteras me dediqué, con mi hermano Tony y mi primo William, a buscarte defectos. Partimos de la convicción de no era posible que un ser humano, imperfecto como es, no los tuviera. Vimos que eras repentista, pero notamos que era tu forma de ser auténtico; que eras acicalado, pero nos dimos cuenta que era tu manera de resaltar con hidalguía a tu honrosa negritud, que no se disminuía ante el predominio de los blancos. Creíamos que era tu proverbial ingenuidad, pero la descartamos al advertir que en tu corazón de niño no existía maldad alguna.

Extenuados de buscar tus defectos y haciéndose tan difícil la tarea, pasamos a hablar de tus virtudes. Para cuando tocamos ese tema ya se habían incluido a la tertulia algunos de tus leales colaboradores, que por confianza ganada en tantos años no podíamos extrañar de la conversación.

Resaltaron tantas esas virtudes que no terminaríamos de mencionarlas, pero destacamos cinco, sobre las que dialogamos más extensamente, haciendo referencia a hechos ocurridos y comprobables. La primera virtud fue tu desinterés. Don Juan quería que fueras diputado en el 1962, con apenas 25 años. Pero te negaste, dijiste que podías esperar. Pudiste haber puesto como condición ser Presidente después de Don Antonio, pero no te interesó. De igual manera preferías que fueran otros primero, especialmente Jacobo, a quien estimabas tanto.

Apuntamos de segunda virtud la lealtad a tus amigos, a tus compañeros de lucha aquí y en todo el mundo, pero sobre todo fidelidad a los principios. Claro, como faltaría, eres honesto hasta la ridiculez, pues hasta para hacerte tu única casa propia hubo que convencerte y además hacerla en San Cristóbal, porque amabas la naturaleza y los animales. Cada block tenía nombre, porque fueron sus amigos quienes se los regalaron para que terminaras ahí tus días. Cosas del destino, así fue.

Siempre nos decías que, si bien ese comportamiento tuyo ante la vida formaba parte de tus convicciones y valores, este correcto proceder en la vida fue alimentado por tu compadre y mentor, el profesor Juan Bosch.

Agradecido como nadie, tenías en la memoria del corazón a todo el que te hizo un favor, a ti o a la causa que servías, para reciprocarle a la primera oportunidad que esa persona lo necesitase.

Valiente hasta la temeridad, te escapaste de la muerte varías veces y la desafiaste muchas otras, con esa entereza del que se sabía predestinado a entrar a la historia ¡¡y de qué manera!!

Pero papá, detrás de ese rostro algunas veces adusto, por las complicaciones del día a día, detrás estaba la más hermosa sonrisa que mis ojos hayan visto, esa coloquial e infantil manera de ser para tomar las cosas a bien, ese cariño inmenso que profesabas a borbotones a amigos y familiares.

En una ocasión en que fuimos a cenar al restaurante del “Hotel Lina”, cuya comida te fascinaba, después de haber estado en actividades proselitistas, nos habíamos quedado contigo unos pocos. Al salir del restaurante te esperaba un humilde compañero de Barahona, a quien le dijeron que el líder estaba ahí. Había ido previamente al local del PRD en la Bolívar para buscar auxilio económico, para atender a su madre enferma. Cuando el compañero te abordó nos preguntaste si teníamos dinero. Los cuatro que quedamos, entre todos pudimos reunir menos de mil pesos y la atención médica a la madre del compañero urgía de mucho más.

Como ya era tarde en la noche mi padre, atormentado porque no sabía cómo asistir al compañero y por la hora, decidió que él nos siguiera al vehículo. Pensé qué tal vez le quedaba algo de dinero ahí. Al montarme a su lado en el carro, veo que papá se quita los zapatos y le dice: “mire esos zapatos solo los usé hoy y le costaron a quien me los regalo una buena suma en dólares; véndalos o empéñelos y resuelva lo de su madre”.

El compañero, emocionadísimo, te mando mil bendiciones. Como había dejado mi vehículo en casa de papá, la curiosidad me asaltó y le pregunté, ¿quién te hizo ese regalo? Me contestó que un gran empresario amigo, en el extranjero, pero que él creía que costaban “un buen dinero” y así fue, por la marca y modelo que averigüe después. Así era él, ni más ni menos, generoso hasta la saciedad.

Pero lo que más me hizo enternecer y conocer el progenitor que mi Dios me permitió tener, fue el día 2 de enero del 1997. Estaba en New York y me avisaron que papá estaba muy mal, que lo habían traído en un avión ambulancia el 31 de diciembre de 1996 al Sloan Kettering Cancer Center para intervenirlo de emergencia.

Cuando lo subieron a la habitación, después de haber estado casi un día en la UCI, entro a verlo con Peggy y, estando quejoso y atontado por los efectos de los medicamentos, lo que nos dice es que había que mandarle un dinero y unos medicamentos a una compañera y amiga muy cercana que también tenía cáncer. Ese día quedó grabado en mi esa acción, que lo retrató de cuerpo entero, ¡este es el ser del alma más noble que he conocido en toda mi vida!

Esas situaciones tan difíciles, vivida ese fin de año, me permitieron conocer la solidaridad de grandes hombres, como la del amigo Rafael Corporán de los Santos, a quien vi llegar desde Santo Domingo un 31 a las 11:00 pm. A mi siempre buen recordado Hatuey, que no se le separó ni un instante y a su entrañable amigo Carlos Andrés Pérez, que día por día se pasaba largas horas junto a él en el Hospital.

Debo admitir que Papá le llegó al alma a dos hombres excepcionales, a quienes el dinero no les quitó su humildad y que quisieron a mi padre como un hermano: Don Ramón Báez Romano, a quien vi sentado en una silla al lado de mi padre, acariciándole la cabeza, hablando como los íntimos que eran. Otra era la visita matutina de Don Gianni Vicini, que le rezaba diariamente al pie de su cama y que sé que hubiese gastado lo que fuese, sin limitación de monto alguno, para salvarle la vida a su querido José Francisco.

Pero nunca vi llorar a un hombre como cuando llegó su comadre Ana Elisa Villanueva de Majluta, que al parecer ya también estaba con problemas de salud. Hablaron largamente, recordando los días alegres de su íntima amistad, durante los tiempos de la semidictadura, cuando se hablaba de “la hermandad del moreno y el turco”.

Ese mismo día nos confió a Tony y a mí que él se moriría con el sentimiento de culpa de no haber hecho presidente a su entrañable Jacobo.

Ese es mi Padre, no el líder, no el político, no el orador delirante de masas, no el internacionalista que le sirvió a las mejores causas en todo el mundo. El ser humano, simple y único, estoico hasta el final de sus días.

Lo vi por última vez el viernes 8 de mayo. Hablé muy buen rato con él. Estaba en la hamaca adolorido y con dificultad respiratoria. Ese momento en que estuvimos juntos hablamos de todo, pero sobre todo nos confiamos cosas que él se llevó con él y que yo, por respeto a su memoria también.

Me encomendó realizar una serie de actividades y que nos viéramos el siguiente domingo, para informarle sobre lo realizado, pero ese 1O de mayo, hace hoy 23 años, decidí pasar por un acto- concierto de la JRD que coordinaba mi hermano Tony en el Parque Eugenio Maria de Hostos.

Estaba en una área viendo la actividad cuando se me acercó un compañero para decirme que Papá estaba grave. Me puse tenso y salí para Cambita. En el camino sentí la ida de Papá y se lo dije a quien me acompañaba. Cuando llegue ya su alma había tomado vuelo al mundo de lo ignoto. Molesto con sus colaboradores cercanos les inquirí sobre por qué no me habían contactado previamente. Me dijo su compadre y asistente. Mi estimadísimo Enrique Gil: José Frank, tú papá desde temprano te mando a llamar y no entraba el celular; lo intentamos varias veces.

Ya en la tarde me prohibió llamarte, sabía que el fin estaba cerca y que tú no aguantarías el sufrimiento previo al desenlace. Fue su último acto de amor en vida hacia mí, porque le hizo entender a su compadre que “si Francisquito (diminutivo que utilizaba no muy a menudo solo cuando me entendía todavía infantil) me ve así, se me muere”.

Ese era papá, mi héroe, mi protector más allá de la vida, el amor más puro y noble que he sentido en mi vida. El sentimiento insondable que me acompañará siempre de él como hombre, no el político. Lo recordamos hoy como lo hacemos casi todos los días. A mi Padre, el ser más maravilloso de toda mi existencia, espero volverlo a ver más temprano o más tarde, para que me dé los dos besos en las mejillas a los que me acostumbraste.

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