Por Raúl Mejía Santos
Profesor
El reciente colapso cívico-militar en Afganistán concluye veinte años ininterrumpidos de guerra en el país centroasiático, el conflicto más costoso y extenso en la historia estadounidense. Ningún otro lo supera. La llamada guerra contra el terrorismo inició poco tiempo despues del acertado ataque coordinado sobre suelo norteamericano el 11 de septiembre de 2001, en Nueva York y Washington D.C.
Al-Qaeda encontró refugio en territorio afgano, donde pudo operar, financiar y ejecutar una exitosa campaña de terror contra occidente. Aquellos tiempos evidenciaron un Talibán que apoyó e hizo suya la lucha fundamentalista de Osama Bin Laden y sus células terroristas contra los estadounidenses y países aliados.
Osar enfrentar el poder político, económico y militar de occidente desde lugares recónditos del continente asiático parecía un chiste, un cuento, hasta que ocurrió. Pero como era de esperarse, los Talibanes salieron del poder al filo de los sofisticados bombazos lanzados a distancia por experimentados pilotos de la aviación militar aliada.
Desde entonces la ocupación militar extranjera en Afganistán ha tenido un costo humano y material inimaginable, miles muertos y trillones de dólares invertidos para ver el retorno triunfal de un Talibán fortalecido, vigoroso y equipado con armas y tecnología sofisticada, abandonadas por las fuerzas del fracasado gobierno afgano.
Era de esperarse, el caos arropó al país cuando las fuerzas militares occidentales anticiparon su retirada sin antes encargarse de sacar su personal diplomático, contratistas civiles y nacionales que facilitaron la presencia de tropas extranjeras por tanto tiempo en un país que se ubica al otro extremo del mundo. Quedaron desprotegidos, acorralados, abandonados a su suerte.
La avanzada del Talibán fue como un relámpago, tomaron control de diecisiete provincias afganas en menos de un mes. Agosto marcó su regreso triunfal, llenando un vacío de poder ante un gobierno que no pudo sostenerse sin la gran presencia de tropas foráneas.
La marcha de vehículos de asalto norteamericanos, que una vez pertenecieron a las fuerzas nacionales afganas y ahora lucen banderas e insignias del Talibán, cruzaron del interior a la ciudad capital en tiempo inesperado.
Kabul, ciudad entre sierras y desierto abatido por guerras centenarias, amaneció sin gobierno local, sin norteamericanos que la defendiera y asediada por el muyahidín afgano. Tal parece que la estrategia falló, igual como en Vietnam casi medio siglo atrás, Estados Unidos y las fuerzas aliadas de la OTAN no diseñaron una salida ordenada, sistemática y ponderada de Afganistán.
Establecieron una fecha límite, el 31 de agosto, para retirar toda presencia militar en el país, pero no pensaron en las consecuencias que conlleva hacerlo sin auxiliar a aquellos civiles que desean salir también. Ese fue el error, el fallido cálculo del presidente Joe Biden y su equipo que no anticipó el escenario sufrido y desgarrador evidenciado en el aeropuerto capitalino. Este episodio queda en la historia como una mancha sobre su cabeza, sobre su gobierno.
Abrazar el tren de aterrizaje de un avión de carga militar, movilizado hacia la pista antes de partir, es un acto desesperado y aterrador ante la angustia fundada de las circunstancias que actualmente vive ese país. Ahí queda la crisis humanitaria después de un legajo bélico de dos décadas, las manadas de refugiados buscando salvar sus vidas por temor a represalias del nuevo y remozado Talibán.
El tiempo les favorece, un día se replegaron hacia las cuevas fronterizas buscando huir de la embestida militar extranjera, hoy organizan un nuevo estado fundamientalista donde reinará la ley islámica. Por tanto, la incursión en Afganistán fue un fracaso total.