Les decía a unos amigos que este país, para alcanzar algún nivel de desarrollo sostenible, precisa de dos cosas fundamentales: Educación, mucha educación, y un régimen de consecuencias que incluya a todos los ciudadanos, no importa su posición política, económica y social, de tal manera que no haya injusticias, ni privilegios, de tal manera que nadie pueda resolver un “problema”, de la naturaleza que sea, con una llamada telefónica.
Precisamos de una sociedad que nos mida a todos con la misma vara, donde la prosapia de una persona no intervenga para violar la ley.
Todos somos iguales ante Dios y la Justicia, pero en este país, sobre todo, algunos iguales son más iguales que los demás, ante Dios y ante la Ley. El “imperio de la ley” sólo existe para los que no tienen nombres ni apellidos, para los “nadies, que valen menos que la bala que los mata”, como dijera el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Se supone, por lo menos teóricamente, que la Democracia es del pueblo y para el pueblo, el soberano. La democracia dominicana tiene demasiadas debilidades institucionales. El Estado no garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos, que carecen de buena educación, salud, vivienda, empleo digno, seguridad social y ciudadana. La nuestra es una democracia caricaturesca, clasista, hecha para favorecer a los poderosos y perjudicar a los débiles, que tienen abarrotadas todas las cárceles de pobres miserables.
Muchas de las situaciones que cotidianamente se presentan en nuestra sociedad tienen solución solo aplicando la ley con toda rigurosidad, tanto a los de arriba, como a los de abajo, al que transita en un vehículo de lujo, como al que lo hace en una “patanera”, en una patana, o en motocicleta, en exceso de velocidad, comiéndose la luz roja de los semáforos, cambiando de un carril a otro imprudentemente, rebasando en las curvas temerariamente, etc.
El irrespeto por las normas es increíble. Nadie respeta a nadie; parece no haber autoridad. Todo cuánto está prohibido se permite. No hay educación, ni consecuencia. El escritor Jorge Luís Borges dijo que los argentinos no eran ciudadanos, sino individuos.
El ciudadano piensa en ciudadanía, es decir, en la comunidad, en la sociedad en que vive; el ciudadano, en cambio, piensa y actúa como individuo. Como dijera Alberto Cortez, “somos los demás de los demás”. Pensar en el otro siempre, cosa que no ocurre en nuestro país. Sólo hay que ver el desorden. Vivimos en una selva de concreto donde sobrevive el más fuerte.
Este largo preámbulo sirve de base para condenar al trabajo de las autoridades gubernamentales por los niveles de complicidad y apadrinamiento de “lo mal hecho”, de violaciones flagrante a las leyes.