Algunos, a veces a propósito, sólo recuerdan a Luis Homero Lajara Burgos, mi honorable padre, bajo el maleficio mediático de copiar y pegar, como el político que fue a unas elecciones como candidato presidencial en el año de 1974 para “legalizar” el gobierno del doctor Joaquín Balaguer, sin detenerse a pensar ni analizar los hechos ni escritos como los míos.
He demostrado, con rigor científico y pruebas documentales, que él no fue un improvisado en la política y se presentó en esas elecciones con la intención de evitar un baño de sangre.
A su fallecimiento, no dejó riquezas en el país, ni bienes ocultos en el extranjero.
Otros lo recuerdan como jefe de la Marina de Guerra y de la Policía Nacional durante una dictadura, haciendo juicios de valor sin investigar que nunca hizo uso inapropiado del poder ni del erario, ni que jamás maltrató a un ciudadano. Todo lo contrario. No se ha valorado a Lajara Burgos en su justa dimensión, especialmente sin considerar que, siendo un joven bachiller en ciencias físicas y matemáticas, antes de cumplir 20 años ya había leído: “Los clásicos de la literatura universal”.
Tampoco se ha estudiado con profundidad a un militar que, en el contexto de una dictadura, estuvo influenciado por los ideales de: “La Ilustración y el Siglo de las Luces, con figuras como Voltaire, encarnando los principios de la razón y el humanismo del impactante siglo XVIII. A los 27 años, ya había adquirido un nivel intelectual elevado tras sus experiencias formativas en la Inglaterra de 1947 y posteriormente en los Estados Unidos de Norteamérica de los años 50s.
Partió en la barca de Caronte un 22 de diciembre de 1994, soñando con unas Fuerzas Armadas institucionales, virtuosas, apartidistas y obedientes al poder civil legalmente constituido al servicio de la democracia.
Nunca perdió las esperanzas de que la meritocracia fuera la brújula de los políticos en el poder en la selección de servidores públicos decentes y capaces.
Era un autodidacta que aprendió inglés leyendo Moby Dick, de Herman Melville, y estudiando la Constitución de la República Dominicana.
En nuestra casa, se convirtió en un consultor gratuito de muchos que, tras conversaciones secretas al caer la tarde, escribían artículos basados en sus ideas. Mi madre— quién también me formó en valores —fue testigo de esas tertulias, mientras nosotros, sus hijos, siendo niños, observábamos desde la distancia, sin comprender aún la magnitud de su influencia.
Mi padre también fue un abanderado de la teoría económica keynesiana, defendiendo un modelo que ponía a la vida humana en el centro. Esto lo reflejó en su libro “Tesis político-económica para el desarrollo en nuestro tiempo”, en el que dejó claro que “las ideas no se matan”.
Él fue un hombre honesto a carta cabal. Su herencia para nosotros no fue material, sino de dignidad inmensa y un profundo amor por su país. Y me dejó una lección invaluable: ser un hombre a prueba de desalientos, enfrentando la adversidad con coraje, integridad y esperanza.
Esos son los ejemplos que debemos compartir con las nuevas generaciones, para que podamos construir un mejor futuro para el país.
Mi progenitor me enseñó a ver la política como una herramienta para servir a la nación, no para satisfacer egos ni venganzas personales , ni mucho menos ambiciones económicas.
Sólo con ideales como esos podemos sembrar los valores que garanticen un porvenir más justo, solidario y digno.