Si hablamos con racionalidad, no parece haber aportado soluciones concretas ni rutas viables.
Solo generó riesgos y sirvió para agitar emociones y alimentar discursos cargados de resentimiento, frustración y oportunismo.
Aunque también es justo reconocer que hubo personas que asistieron con buena fe, creyendo contribuir al despertar ciudadano ante el temor generado por la presencia masiva de haitianos en el país, lo cual es una realidad.
Muchos jóvenes se han dejado arrastrar por un relato fabricado con aparente fervor patriótico. Creen estar haciendo lo correcto, defendiendo la patria, cuando en realidad podrían estar siendo manipulados por proyectos políticos o por quienes callaron durante años o incluso se beneficiaron del mismo caos que ahora fingen combatir.
Sigue siendo curioso —por no decir sospechoso— que estas “explosiones patrióticas” surjan justo cuando la Dirección General de Migración comienza a organizarse y el alto mando militar muestra una voluntad clara de cortar de raíz la corrupción en la frontera.
No estamos de acuerdo con el desorden migratorio ni con la violación de la Ley de Migración —que, por cierto, debe ser revisada y adecuada a nuestra realidad actual—. Pero tampoco podemos respaldar el uso emocional de los símbolos patrios para promover intereses personales, agendas políticas o revanchas emocionales.
Esperamos que lo ocurrido hoy le sirva al gobierno para reforzar su compromiso con la nación en la búsqueda de una solución definitiva al tema migratorio haitiano.
Es hora de que el gobierno, los empresarios, las Fuerzas Armadas, el sistema de justicia y todos los que verdaderamente aman este país construyan un acuerdo nacional que se cumpla con firmeza y sin doble moral.
El problema de la inmigración ilegal haitiana no se resuelve con gritos, insultos, odio ni teatro. Se enfrenta con razón, propuestas viables, justicia y el coraje de mirar al pasado con honestidad para no repetir errores.
