Lección desde el fondo del mar

Ninguna embarcación, por majestuosa que parezca en el puerto, está exenta de naufragar si descuida su mantenimiento estructural.

El mar, como la vida, no perdona la negligencia, y las tragedias suelen anunciarse con grietas que el ojo inexperto ignora y la rutina institucional muchas veces deja pasar.

Cuando un buque zarpa sin las debidas inspecciones de casco, sistemas y cubiertas, se expone a que en plena travesía el peso de lo no previsto colapse sobre su tripulación.

Así ocurrió con el legendario Titanic, cuyo orgullo tecnológico no fue suficiente para resistir lo inevitable: la falta de previsión frente a lo invisible.

En nuestra geografía, un trágico  episodio reciente nos recuerda que en tierra firme también se navega. 

Que las cubiertas de un local pueden ser, en la noche del descuido, más letales que un tifón en alta mar. 

Y que los que tenían la obligación de revisar y certificar la embarcación terrestre —llámense ministerios, alcaldías o aseguradoras— deben rendir cuentas cuando el buque falla y la travesía termina abruptamente para tantos.

Esta cápsula no busca señalar con dedo hiriente, sino dejar una carta de bitácora a los responsables del puerto, a los astilleros civiles y a las autoridades del mar urbano: la seguridad estructural no es opcional, es tan vital como el timón en una tormenta.

Las tragedias no siempre avisan, pero siempre dejan lecciones. 

Que esta sea aprendida con humildad y rigor, para que nunca más una nave de alegría termine su travesía en silencio, bajo los restos del olvido.

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