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José Fernández un motivo para recordar

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Don Mattingly quisiera volver a discutir con él como cuando le ponía punto final a cada salida, Marcell Ozuna extrañará aquellos gritos de “¡Ozo, echa para acᒒ, Barry Bonds añorará los abrazos asfixiantes…todo el mundo tiene un motivo para echar de menos a José Fernández, absolutamente todos.
 
Su familia ha perdido la luz de la casa y Miami vive más a oscuras, porque fueron muchas las vidas que el cubano tocó, a pesar de sus escasos 24 años, con la vara mágica de su personalidad arrasadora y vital.
 
“Nadie se imagina la colosal tarea humanitaria de José, nadie tiene idea del tiempo que dedicaba para ayudar a otros, a los más necesitados”, expresó su amigo Danys Báez. “Esas muestras de cariño, las flores, los mensajes, apuntan al jugador, pero llegan al alma del hombre que fue’’.
 
Miami amanece más huérfana, sin uno de sus mejores centinelas, de sus generadores de alegría -que vamos a estar claros, no son tantas como debieran ser-, y resulta monumental que un chico que llevaba apenas nueve años en este país y solo cuatro en las Grandes Ligas pueda haber resonado de manera tan íntima y personal en miles o quizá millones de gentes de todo giro y estrato.
 
“Desgraciadamente’’, recordó el propietario de los Marlins, Jeffrey Loria, “a veces las luces más brillantes son las que se extinguen más rápido’’.
 
Salvando las distancias posibles, Fernández es como el James Dean del béisbol. A uno le bastaron tres películas para convertirse en leyenda, al otro le alcanzaron cuatro temporadas para encasquetarse el chaleco de ícono.
 
Cometas de paso efímero y de luz quemante, de esos que suceden de generación en generación. Y así como muchos creen que Elvis sigue escondido en una isla lejana y solo espera el momento de aparecer, otros se niegan a aceptar la muerte de Fernández y esperan el desmentido que nunca vendrá.
 
“Me parece que en cualquier momento lo voy a ver entrar por la puerta del clubhouse’’, manifestó entre lágrimas Ozuna. “Las noticias dirán una cosa, pero mi mente se resiste a aceptar la realidad. El está conmigo. Siempre va a estar conmigo’’.
 
Fernández trascendió culturas, religiones, políticas. No puede haber pueblo más discutidor y empeñado en desmontar la razón ajena que el cubano en su “parejería’’ ancestral. Dos cubanos no unen un criterio, y sin embargo, el chico de Villa Clara era el puente amable por donde iban y venían contrarios y cercanos, anglos y latinos, en absoluta comunión. Nadie podía negarle el talento, ni restarle méritos. Nadie osaba.
 
El era el macho criollo aderezado con humanidad, el valiente de la comarca y el que más alto cantaba en el gallinero con una sonrisa a flor de labios y una rosa en la mano y un corazón de oro, el novio de las novias, ese arquetipo que muchos aspiramos a ser y pocos logramos encarnar, al menos sin hacer el ridículo.
 
¿Pero qué ejemplificaba Fernández por encima de todo? La buena salud del sueño americano o los restos de el, la posibilidad de llegar a este país y empezar de cero, encontrar un talento y explotarlo, labrarse un nombre y hacerse alguien, especialmente tras tres intentos de fuga y el rescate en alta mar de una madre ahora desconsolada. Su historia debe ser contada, porque en su relato irá la supervivencia del mito y hasta del cuerpo.
 
Su historia es la de miles, incluso de aquellos que no han alcanzado ese sueño y perecen en el intento. De cierto modo, Fernández, con todo lo bueno y lo malo que encierra su mínima trayectoria, se antoja un espejo donde encontramos pedazos de nuestras vidas, de lo conseguido y lo perdido.
 
Quizá estaba a un año o dos de convertirse en el lanzador más rico de la historia, en uno de los mejores de todos los tiempos, pero eso era una parte y no el todo. El béisbol lo necesitaba para salvarse del aburrimiento, su familia para ser feliz y plena, su hija que viene en camino para disfrutar del cariño de padre y Miami y Cuba para tener ese héroe que ha partido a lanzar el mejor de sus juegos en otra dimensión.

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