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Un poco de historia: Luis Suárez, el Gallego de Oro

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Fue uno de los grandes cracks de los años 50 y 60. Se destacó en Barcelona y en Inter. Es el único español que obtuvo el premio al mejor futbolista del año. Era el Iniesta de su tiempo.
 
Helenio Herrera era lo que muchos contaban de él: un vivo bárbaro. Egocéntrico, transgresor, polémico, directo. Le gustaba que lo elogiaran y que dijeran que era el más trabajador de los trabajadores de fútbol. Tenía un rasgo que parece propio de estos días: se jactaba de ser el entrenador mejor pago del mundo.
 
Ocasionalmente hablaba de él mismo en tercera persona y estaba convencido de que no había nadie mejor para conducir a un equipo exitoso. Un vencedor irreverente, adorado por muchos, odiado por otros tantos. Decía que no creía en la magia, pero le simpatizaba que lo apodaran El Mago. Y para armar sus mejores equipos siempre trataba de incluir al mejor de los magos del campo de juego. El hombre -nacido en Buenos Aires y criado en territorios africanos bajo ocupación francesa- contó alguna vez en su autobiografía, Yo, memorias de Helenio Herrera: «Pelé es un violín; Di Stéfano, la orquesta entera». Sin embargo, al momento de elegir a un futbolista para formar su plantel optaba por Luis Suárez, un gallego capaz de llevar mil jugadas o más en su cabeza. De algún modo, el Xavi o el Iniesta de su tiempo.
 
Lo llamaban Luisito al principio, pero se terminó transformando en El Arquitecto sin pasar por la universidad. El apodo lo había creado Di Stéfano. Los motivos los conocían todos. «Es el mayor constructor de jugadas de nuestro tiempo», decían y repetían en los años 50 y 60 para referirse al crack nacido en el barrio Monte Alto, territorio de La Coruña. Su barrio de la infancia lo retrató con sus propias palabras durante una entrevista con el diario El País, de Madrid: «Era un descampado con casas bajas. Los chavales jugábamos en la calle. Nadie tenía balón y armábamos pelotas con trapos.
 
Luego nos enteramos de que en la parroquia que había al lado un sacerdote quería montar un equipo al que llamó Perseverancia, un nombre bien simpático, y nos fuimos todos para allí: nos daban los balones y las camisetas». Cada vez que vuelve, aquel rincón le parece nuevo, irreconocible. Los recuerdos y las palabras de quienes lo vieron jugar en los días de niño le devuelven la certeza de que allí creció el Luisito futbolista.
 
Debutó en el Deportivo La Coruña, pero pronto partió hacia el Barcelona. Se fue de Galicia porque los dirigentes del club entendían que no encajaba. Decían que le faltaba físico. Llegó a los 19 años al gigante catalán y en breve marcó una época. Obtuvo seis títulos con el club: dos Ligas, dos Copas del Generalísimo (hoy Copa del Rey) y dos Copas de Ferias (antecedente de la UEFA). Jugaba como mediocampista armador, pero su promedio de gol parecía el de un delantero: casi un gol cada dos partidos. Y su juego era un deleite.
 
En 1960, a los 25 años, obtuvo el Balón de Oro. Fue una fiesta para él y para el Barcelona. Después de tres temporadas consecutivas con victorias de las estrellas del Real Madrid (dos de Di Stéfano y una de Raymond Kopa), Suárez rompió la racha y la hegemonía. Los cuatro que completaron el top 5 aquella vez jerarquizan el logro: Ferenc Puskas, Uwe Seeler, el Gran Alfredo y Lev Yashin. El tiempo cuenta también que aquel fue un gran triunfo español: incluso ahora -tiempos de Xavi e Iniesta y de gloria para La Roja- El Gallego de Oro sigue siendo el único español en obtener el premio al mejor futbolista del año.
 
El Barcelona, que lo ubica en su Salón de la Fama, entre las leyendas, también le ofrece elogios: «Era un interior izquierdo que lo tenía todo como futbolista: técnica superior, habilidad insuperable con la pelota en los pies, visión privilegiada del juego y gran capacidad rematadora. Pero principalmente destacaba por su elegancia en el juego. De él se podría haber dicho que podía jugar con esmoquin». Verlo ahora, en videos en blanco y negro, resulta también una demostración: era lógico que algunas de las primeras ovaciones del Camp Nou -fundado en 1957- lo tuvieran como destinatario. Sin embargo, sucedió una curiosidad: en territorio catalán fue más valorado al partir que durante el camino compartido.
 
Era sencillo por donde se lo mirara. El periodista Francesc Aguilar lo retrató en Mundo Deportivo: «Luisito vivía en la calle Casanova, cerca de Goicolea, Mandi y Moreno, que eran su panda de amigos y compañeros. Cada día acudían al entrenamiento en tranvía. Su gran colega era Sandor Kocsis, con quien compartía habitación en las concentraciones, y también se llevaba bien con Evaristo. Con Goicolea, que estaba casado, hasta montó una pequeña fábrica de tejidos: ‘Hacíamos jerseys. Empecé acompañándole en una Vespa a vender agujas de máquinas de tricotar y acabamos fundando una empresita. Cuando me fui a Italia, lo dejé todo’. Su primer lujo fue comprarse un coche, ‘un Dauphine de la casa Renault’, que lucía orgulloso por las calles de Barcelona y con el que viajó a su La Coruña natal para que lo viera la familia». Después, en el campo de juego, Suárez resplandecía.
 
Helenio Herrera lo había visto debutar en La Coruña, lo dirigió en Barcelona y lo pidió a la familia Moratti para que lo contratara para el Inter. Le dieron el gusto. Aquel traspaso (acordado en 250 millones de liras) se convirtió en el más caro hasta ese momento. Otra vez juntos. Otra vez la gloria. Il Grande Inter se llamó aquel equipo que ganaba casi todo lo que a su paso encontraba. Suárez era el cerebro, el líder creativo, el jugador pensante en el contexto de la maquinaria defensiva italiana. En un equipo amigo del catenaccio y proclive a los rigores, El Arquitecto ofrecía la fantasía, la posibilidad de cierta voluntad de belleza. Ganó tres Scudettos, dos Copas de Europa, dos Intercontinentales. Tres veces se subió al podio en la elección del mejor jugador (fue Balón de Plata en 1961 y 1964 y Balón de Bronce en 1965). En el mismo recorrido, con el seleccionado español, obtuvo la Eurocopa. Luego, tras más de dos décadas, ofreció sus ojos de fútbol al equipo nacional como entrenador. Lo condujo de modo brillante al Mundial de 1990. Al final, le pasó lo que a casi todos en la España de esos años: no pudo contra la maldición de los octavos de final.
 
En Italia es venerado incluso en estos días, como si hubiera firmado un contrato de pleitesía permanente con los hinchas y con la conducción del club. Suárez es secretario técnico del Inter; también es la leyenda que camina por las calles de Milán y se hace mito cuando los abuelos les hablan a los nietos. Para los que lo vieron jugar en San Siro, El Arquitecto fue único y es irrepetible. Aunque otros lo comparen, sus admiradores cuentan que el molde que contenía su magia se rompió hace mucho, cuando dejó de jugar, ya en 1973, con la camiseta de la Sampdoria. Giacinto Faccheti, su amigo y compañero en Il Grande Inter, lo describió alguna vez: «Hacía todo bien. Tenía el talento de un artista y el sacrificio de un albañil. Todo nuestro fútbol pasaba por él, por su inteligencia. Y si alguna situación se complicaba, aparecía su remate de treinta o cuarenta metros para rescatarnos». Suárez, hombre ajeno a las grandilocuencias, era y es menos generoso en sus autorretratos. Si hasta alguna vez dijo que aquel premio individual de 1960 era apenas «un baloncito».
 
En 2010, al cumplirse medio siglo de la conquista del Balón de Oro, el escritor e historiador Xan Fraga Rodríguez escribió una biografía sobre Luis Suárez. Cuenta que era un artista, un crack pensante, un personaje entrañable, que fue Gaudí dentro del campo de juego, que resultó un adiestrador del balón bajo el cielo italiano, que es orgullo gallego. Fútbol de seda, se llama el libro. Seda de la mejor.

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