Como forma de aprovechar estas recientes fiestas, Navidad y día de los Santos Reyes, he querido comentarles con estas líneas algo que sé que muchos de nosotros actualmente lo estamos viviendo y es: ¿qué realmente deseamos para nuestros hijos e hijas?
Esto se debe a que nuestra sociedad ha estado obsesionada con ganar. Se trate de deporte, arte, o trabajo, todo se reduce a ser el primero. Es que gran parte de nosotros fuimos educados bajo este paradigma competitivo. Consciente o inconscientemente, nos calificamos los unos a los otros como ganadores o perdedores.
A menudo hacemos comparaciones odiosas con nuestros hijos: los confrontamos con otros niños de su edad; de la escuela; del club; de la Urbanización, o con sus propios hermanos. Solemos también decirles que las oportunidades son pocas y que la vida es una carrera que se gana o se pierde. Esa es nuestra lección: el más fuerte sobrevive.
La presión del éxito nos lleva a inscribir a nuestros hijos en deportes que no disfrutan, a obligarles a aprender cosas que no les motivan y a enviarles a escuelas que les exigen ser perfectos. Aunque es natural que como padres queramos que nuestros hijos tengan el mayor de los éxitos ¿qué sucede cuando sembramos en ellos una actitud de ganar a toda costa? ¿Alguna vez nos detuvimos a pensar qué produce este paradigma en nuestros hijos, en aquello que provoca en sus vidas, sus valores y sus relaciones? Bajo el paradigma competitivo, cada mínima derrota adquiere proporciones de tragedia. Esto genera en nuestros hijos mucha angustia y frustración. ¿Acaso eso es el éxito? Competir, compararse y ser egoístas es una etapa natural en los niños. Sin embargo, crecer es cuestionar aquello que deseamos y también aprender a aceptar pequeñas derrotas. Como padres, debemos cuestionar el paradigma competitivo. Esto no significa dejar de estimular a
nuestros hijos para que se superen, sino ser más comprensivos y tolerantes con sus resultados. Hoy, la vida es mucho más compleja que cuando fuimos niños.
Los niños del siglo XXI están más informados y sienten más los problemas de sus mayores. Tal vez sea momento de detenernos a pensar si están viviendo su vida o la nuestra ¿Es lo que ellos quieren o lo que nosotros queremos? ¿Es su imagen de éxito y felicidad o la nuestra? Es fácil caer en la tentación de pensar "Si el hijo de mi amigo puede, entonces el mío también" o " si otros padres dejan horas a su hijo en un club, ¿por qué yo no?" La infancia de bicicletas, muñecas y disfraces cedió su lugar a otra dirigida por entrenadores deportivos; maestros de música; computación; idiomas; danza; talleres de plástica; etc. Piense en su hijo: ¿cuánto tiempo le queda luego de dormir, comer, estudiar y participar de todas sus actividades programadas de la semana? El tiempo que le reste será todo lo que tenga para jugar, o hacer libremente aquello que quiera (fuera de programa). No se sorprenda si es menos tiempo del que dispone un adulto.
Como padres, nos sentimos obligados a administrar y supervisar la vida de nuestros hijos. Saturarlos de actividades, horarios y profesores es también nuestra manera de protegerlos de un mundo inseguro y prepararlos para la vida adulta. ¿Cómo no vamos a preferir que nuestros hijos estén capacitándose, en lugar de pasar sus tardes divirtiéndose? Los niños quieren, por encima de todo, complacer a sus padres y hacerlos sentir orgullosos. Por eso, puede que nunca nos digan que no quieren jugar ese partido, o asistir a esa escuela. Pero, debemos entender que lo hacen por nosotros y no por ellos. Dejar de lado nuestras aspiraciones exitistas es una gran muestra de amor y tal vez sea nuestra mejor oportunidad de hacer algo por ellos.