Todos sabemos lo que los pueblos necesitamos en lo externo: paz, justicia, trabajo, alimentos, salud, educación y un mínimo bienestar. Parece un fácil programa para cualquier gobierno, pero todo eso lo tienen pocos en este mundo, y dentro de esas minorías aún existen grados. Así que los gobiernos del mundo fracasan, pues la guerras, los campos de refugiados, las injusticias, la crisis económica, el desempleo, las enfermedades, la falta de educación y de escuelas, el sexismo machista, la pobreza de miles de millones son el cortejo terrible de la monstruosa organización de los gobiernos de la Tierra y de las conciencias que apoyan una u otra de estas calamidades cuyo resultado final es el mundo como lo conocemos a diario.
De cualquier modo, y aunque las poblaciones estuviesen formadas por delincuentes, ello no autoriza a ningún gobierno a distribuir desigualmente los bienes colectivos, manipular las mentes, actuar contra la naturaleza, reprimir a los que piden justicia, desproteger y dañar a los más débiles, organizar guerras, detener, asesinar o silenciar con amenazas a los defensores de la verdad o del derecho a la vida de todos los seres de este Planeta. Pero el gobierno y sus aliados procuran por todos los medios –que son muchos y bien estudiados- que funcione el Derecho, lo políticamente correcto, que es el conformismo y el silencio de los corderos, en lugar de la justicia.
Los pueblos necesitan la justicia, y no el Derecho, porque la justicia es la ley de los cielos, y el Derecho las leyes del ego y del poder del ego. La justicia son los mandamientos dados a Moisés y los mandamientos del amor de Cristo, que son códigos divinos y no los códigos de derechos humanos.
Sin embargo, y mientras exista la pasividad de las mayorías, será propicia la impunidad de los malvados y es precisamente esta la condición necesaria para todos los atropellos que se cometen en su nombre, o en nombre de la libertad, en nombre de los llamados derechos humanos y de todos esos bonitos programas que venden precisamente los responsables de que no se cumplan.
En el pedacito de tierra en el que vivimos, por ejemplo, el gobierno de turno ha logrado gobernar por casi 12 años, 8 de ellos consecutivos, con palabras bonitas que simplemente ofuscan la visión y el pensamiento de la cantidad de personas necesarias para ganar las elecciones, sin que en realidad cambien las cosas, solo dando pequeñas pinceladas de color para mejorar la fachada del exterior del cementerio a dejar lo mejor de sí en las cuentas corrientes de los poderosos y de quienes sirven fielmente a un gobierno de empresarios más que de líderes comprometidos con su pueblo.
Son los muertos del mismo sistema por el que votan hoy para que los siga matando mañana. Pero, la mayoría de esos muertos lo están ya antes de votar, se convierten en personas espiritualmente muertas por sus actitudes egoístas y conformistas, por su amor a las tradiciones y su miedo a la vida, estos son los mismos que se convierten en un peso muerto para los espiritualmente activos y los inconformistas sociales. Son ellos, los espiritualmente muertos, quienes contribuyen a dar poder a los genocidas, los tiranos, los esclavistas, los usureros, los hipócritas civiles o religiosos y en fin, a toda la pléyade dirigente de los humanos demasiado humanos en el mundo. Y como la pasividad de las mayorías, por razones de uno u otro tipo, obstaculiza a los mejores, se llega a la falta de respuestas generalizadas a los graves problemas que observamos a diario. Por ello no se puede cambiar el mundo sin que nosotros, que lo formamos uno a uno, cambiemos.
No es posible ninguna alianza entre naciones o la paz mundial sin que la paz activa y los sentimientos de bondad, respeto y hermandad hayan florecido antes en nuestros corazones. No nos engañemos ni nos dejemos engañar.