Cuenta el mito, es decir, el relato, que hubo una vez cuando los hombres hablaban todos el mismo idioma, lo que facilitó enormemente el ponerse de acuerdo. Entonces decidieron construir una torre de ladrillo que llegara hasta el cielo, donde los dioses, donde podían vivir mejor, ser más felices.
Dios se entera y lo emborracha la preocupación de que pudiesen alcanzar el éxito, dejando las puertas abiertas para que otros proyectos, como un golpe de estado, ocuparan sus mentes en el futuro. ¿Debía correr el riesgo?
Por supuesto que no, sobretodo porque en esos tiempos los dioses eran tan mortales como las cucarachas, aunque, asistido por otros dioses, podían regresar de la muerte.
Pero Dios no quiso correr ese riesgo. Así que dio entonces una orden y todos los humanos comenzaron a tener diferentes sonidos y diferentes composiciones al mover la lengua. A partir de ahí nació el desacuerdo, el método natural de protección del Dios: el proyecto de la torre fue abandonado y cada Ser tomó camino separado. Ese relato, ese mito, se conoce como La Torre de Babel, lugar donde Dios, como madre paridora del mal, parió el desacuerdo.
Y ciertamente, el no entendimiento entre los seres humanos ha sido la más terrible plaga contra la armonía, contra la paz, contra el amor… A partir de ahí, a los seres humanos no se les permitió ser como los dioses. Sólo aquellos privilegiados por el amor del Dios se les conceden el intentar ser como los dioses, es decir, convertirse en mito, en relatos universales, que hasta ahí llega la grandeza
Un poeta hatomayorense, mi buen amigo y compañero Robert Berroa, les ha dado a los dioses el manotazo que ellos les dieron a los humanos al construir el mito de La Torre de Babel. El autor de Cuando la casa está sola, le ha dicho: ¡Si Dios no existiera el mundo estaría mucho mejor!