Sin el alegato de la resurrección la crucifixión de Jesús habría sido una de las tantas padecidas por los judíos que transgredían las normas o se mostraban hostiles frente al imperio que los sojuzgaba, y su muerte no hubiese convocado a la emulación de cientos de seguidores que se expusieron al martirio para profesarle su fe.
Los cristianos de los primeros siglos no estaban tan unificados como los de hoy en torno a la aceptación de la resurrección del cuerpo, aunque todos aceptaban la del espíritu o la del alma, que para los gnósticos es la pequeña luz que acompaña la materia corrupta de la que está formada el cuerpo.
Muerto y solo muerto, sin el regreso a la vida, Jesús no habría sido acogido ni como Dios, ni como hijo del Padre, porque en la mentalidad de la época no había cabida para dioses vencidos.
El Mesías que se aguardaba, que tenía que ser a imagen y semejanza de David, aquel líder de una tribus de bandidos y asesino confeso que el pueblo judío terminó venerando como a Dios, porque venció a los filisteos, unificó al reino de Judea con el de Jerusalén, y creó la gran nación de Israel.
Dios, al convocar a su pueblo a salir de la esclavitud a la que estaba sometido en Egipto, le hizo grandes promesas, que fueron materializadas con la espada de David, por eso después que Nabucodonosor derribó el imperio en el que habían conocido de la libertad y la prosperidad, se quedaron aferrados a que les llegaría otro David.
Apareció Jesús y lo juzgaron como impostor, porque no tenía el perfil de David, pero sus seguidores difundieron la noticia de que era portador de un poder mayor: el de vencer la muerte.
Entre las materializaciones positivas que Suetonio atribuye a Nerón, está la de combatir la blasfemia del famoso muerto que había salido vivo de su tumba, se presentó ante sus seguidores y ascendió a los cielos.
A todo el que pregonara esa herejía se le perseguiría y condenaría a muerte, pero ocurrió que los benditos cristianos morían gustosos y no renegaban de su creencia, aunque supieran que eso era el fin.
Es el caso de Policarpo, un anciano respetable al que el gobernador de su comarca quiso salvar, rogándole, que negara a Cristo, y se negó: “Durante ochenta y seis años he sido su servidor y él no me ha hecho ningún daño… escucha y te lo diré claramente: soy cristiano”, declaración tras la cual fue quemado vivo en la arena pública.
Apenado por nueve hombres y mujeres, que tenía que condenar a la muerte porque habían sido vistos en ritos cristianos, Saturnino suspendió la ejecución y les concedió unos días para la reflexión, tras lo cuales no hicieron otra cosa que ratificar su creencia, y los condenaron.
Un hombre acusó a su mujer de ser cristiana, porque ella deseaba el divorcio, y la señora fue condenada a muerte, como también fue condenado Ptolomeo, que la había inducido a ella al cristianismo, pero la mismo pena el juez Urbico se la dictó a Lucio, que estaba en la audiencia y al escuchar de la condena a Ptolomeo protestó: “¿Donde está la justicia de este juicio? ¿Por qué has castigado a este hombre no por adúltero, ni por fornicador, ni por ladrón, ni por salteador, sin que se haya declarado culpable de ningún crimen, sino únicamente porque ha confesado que se llama por el nombre de cristiano? Este juicio tuyo, Urbico, no es digno del emperador Pío, ni del filósofo, el hijo de César, ni del sagrado senado”
El juez respondió: “También tú pareces serlo” y Lucio contestó “en verdad lo soy” y lo condenó a él y a otro espectador que también protestó.