El régimen cruento de los Duvalier alcanzó larga vida en Haití porque sus primeros años fueron los últimos de la tiranía trujillista en República Dominicana. El doctor Francois Duvalier llegó al poder en 1957 y a Rafael Leonidas Trujillo, quien siempre propició que el gobierno haitiano estuviera en manos sobre las que pudiera influir, lo mataron en 1961.
Nunca toleró que un mandato llegara a tornarse tan poderoso, que excediera a su control. Se manejó cómodo con su amigo Stenio Vincent, con el que negoció las indemnizaciones de los acribillamientos de 1937; lo propio con su asalariado Elie Lescot, así como con los presidentes Dumarsais Estimé, Paúl Maglorie y Kebreu, todos sangrientos, sobre todo éste último que asesinó más haitianos que los muertos en “el corte” de Trujillo.
Llega Duvalier, se entienden bien, y Trujillo muere antes que las cosas se tornasen de otro modo. Gobierna hasta su muerte en 1971, y asume las riendas hasta 1986 su hijo Jean-Claude Duvalier, con apenas 19 años de edad. Tenía veinticinco años en el exilio y ha regresado a su país, aprovechando una situación de vacío político cargada de incertidumbre por la indefinición de los resultados de una primera ronda de votación plagada de irregularidades.
Como el cuarto de siglo que ha seguido al fin de la era de los Duvalier ha sido tan nefasto para los haitianos como los decenios de opresión de la dictadura, no hay ventaja a favor del traumático período democrático, y sí puntos desventajosos en lo que tiene que ver con mayor descontrol en la criminalidad, grados más patéticos de miseria y menor institucionalidad, es natural que el pueblo haitiano no exprese una repulsa por el oprobio que encarna el duvalierismo, y que, al contrario, evoque con nostalgia que sentía mejor calidad de vida en esa época.
Jean-Claude Duvalier nada arriesga. Ha ido a Haití con el propósito de procurar una absolución judicial que le permita disponer de unos treinta millones de dólares que tiene congelados en bancos suizos.
Además de que las acusaciones que pesan en su contra hayan prescrito en ese país no hay el grado de institucionalidad para sustentar un expediente, ni cárceles para recluir a un personero como Baby Doc.
Con el vacío político, lo único que puede pegársele es un mayor grado de incidencia que lo colocaría cerca del manejo de lo más de diez mil millones de dólares dispuestos para la reconstrucción de Haití.
Lo tétrico es que ese retorno encarne una esperanza. Es el regreso a un país del que a la mayoría le encantaría huir, que alimenta las expectativas de retornar a un pasado de horror, reivindicado por una sucesión de acontecimientos que no le han permitido al pueblo justipreciar la democracia.
Para completar el cuadro de estancamiento e inviabilidad solo falta que se autorice el retorno de Jean Bertrand Aristide, la figura con mayor arraigo en las masas haitianas, pero que nunca ha empleado sus atributos para procurar el desarrollo institucional, sino para exacerbar el odio y el fraccionamiento de clases.
Aristide con los Duvalier, tiene un punto común, cultiva el atraso para explotarlo, por lo que uno de países más pobres, ha parido los gobernantes más ricos del planeta.