Quito, Ecuador.- Imantado por la historia, vine al centro del mundo y me encontré con un conflicto desacostumbrado: la Policía Nacional estaba en las calles quemando neumáticos y amotinada en sus cuarteles en protesta por medidas que les reducían sus ingresos y les alejaban las expectativas de ascensos.
El desacato se tornó más dramático cuando el presidente intentó aplacarlo y lo que pudo fue arrojarle más combustión, quedando emboscado durante doce horas en el hospital policial, al que accedió brincando una verja, pese a limitaciones físicas por una prótesis de rodilla, para evadirse del regimiento donde estaba concentrada la mayor fuerza de la manifestación.
La perturbación estaba focalizada en algunos puntos cuando el intento de asalto de cinco bancos percató a la ciudadanía de una realidad: sin policías laborando, el país quedaba a merced de la delincuencia. Los propietarios de negocios cerraron sus establecimientos y los turistas corrieron a los hoteles.
Las Fuerzas Armadas no respaldaban la protesta, aunque se identificaban con los reclamos, pues los mismos recortes por los que se amotinaron los policías afectarían a los soldados. Por varias horas, se limitaron a plantear que endosaban el orden constitucional, sin mover una paja para hacerlo valer. Por el contrario, doscientos militares se aunaron con cincuenta policías de tropas para clausurar las actividades del Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre, en obvio respaldo a la acción policial.
Pero en lo que el hacha de la crisis iba y venía, el incumbente de los organismos castrenses exhortaba a sus hermanos policías a cesar la manifestación, y a la vez pedía a la Asamblea Nacional que revirtiera la medida que originó el reclamo.
La Asamblea Nacional estuvo convocada para la cinco de la tarde con la finalidad de revisar la Ley de Servicios Públicos, pero después se percataron de la inconveniencia de hacer concesiones con un presidente virtualmente secuestrado.
Finalmente, las Fuerzas Armadas montaron el operativo que permitió rescatar al presidente y éste fue a la sede del Gobierno donde le aguardaban cientos de seguidores, a coronar los beneficios políticos que la jornada le había redituado.
El consenso ha sido de repudio al tratamiento dado por los manifestantes a su comandante en jefe, afectado por los efectos de varias bombas lacrimógenas y contestado en un tono que no debió ser el de uniformados que se dirigían al presidente.
Pero cuando las expresiones de indignación amainen, resaltarán los cuestionamientos que el conflicto arroja sobre Rafael Correa, un mandatario que entiende que para gobernar basta con el dominio de la mayoría, y presta muy poca atención a las opiniones que no alaban su proceder.
Desde luego, nadie puede alegar que el líder de la “Revolución Ciudadana”, les ha engañado, porque su popularidad se ha cultivado haciendo gala de su arrogancia. Desde su óptica, la verdad es una: la que lo enaltece, por eso a nadie debe extrañar que la primera medida de crisis fuera la del cierre de las transmisiones de los medios independientes, y la imposición de una sola cadena de comunicación: la del gobierno.