En sus rigores, en muchos aspectos, el lenguaje no ha hecho otra cosa que expresar el avasallamiento del poder.
Hasta que la revolución francesa no se encargó de universalizar el principio de la igualdad, los hombres nacían con una predestinación que les marcaba la ocupación que tendrían hasta la muerte.
Los hijos de la miseria, nacían para pobres y esclavos, producían las riquezas de las que vivían las clases acomodadas, pero eran la plebe o los plebeyos, o el vulgo, y a la forma de comunicarse de los que creaban los alimentos y hacían las construcciones se la llamó plebe o vulgar.
Pero de ese vulgo, surgió una clase de mercaderes, que con el tiempo evolucionaría a convertirse en vanguardia del capitalismo: la burguesía, que se sustituyó la uve por la b, para separarla de sus orígenes.
Los destinados para las tareas más gruesas o pesadas, terminaron designados como groseros, mientras que los de las tareas más delicadas era la gente fina. Lo que indica que detrás de la sociolingüística de lo grosero y de lo fino, hay una historia de sudor, maltratos y lágrimas contrapuesta contra una de ocio y explotación.
El mundo de hoy, empezando por la cabeza del imperio, es regenteado por individuos nacidos en esos segmentos que denominaron plebeyos.
Y no hablo sólo porque el presidente de Estados Unidos tenga sus orígenes en el mismo lugar donde lo tenemos la mayoría de los caribeños, en África, porque tampoco Bill Clinton era de orígenes monárquicos, ni lo eran los Bush por más que privasen en sangre azul, ni lo fue Carter ni lo fue Reagan.
Pero tampoco lo fue Bobadilla, ni lo fue Santana, ni Báez, ni lo fue Cesáreo, ni Woss y Gil, ni Luperón, ni Billini, ni Languasco, ni Lilís, ni Mon Cácares, ni Jiménez, ni Espaillat, ni Horacio, ni Trujillo, ni Peynado, ni Bosch, ni Balaguer, ni Leonel.
Lo que hoy se denomina como grosero, vulgar, o soez, es tan relativo que en los propios países latinos de América, varía de manera tan asombrosa que lo que en un lugar puede ser un elogio, en otro puede ser un insulto.
En lo que si están cada vez más cónsonas las naciones del continente es en la necesidad de preservar la libertad de expresión como un valor fundamental de la democracia, no sólo consagrándolo en todas las constituciones, sino además produciendo leyes de despenalización del llamado delito de opinión.
En su tesis de grado, titulada “Despenalización de los Delitos contra el Honor como Fortalecimiento de la Libertad de Expresión”, Carlos Julio Martínez Ruiz sostiene que “resulta innecesario una sanción penal consistente en la privación de la libertad para la protección jurídica del honor. La tendencia de la Ciencia Penal es la de establecer que el aspecto moral, la vida interna, el criterio o parecer de una persona, no puede ser constitutivo de delito, sino objeto de resarcimiento civil. Esta sanción penal, es vista como una restricción injustificable a la libertad de expresión”.
La denominada Comisión de Espectáculos Públicos, no es obsoleta por el nombre que tiene sino porque la censura previa no tiene cabida bajo ningún subterfugio en el horizonte constitucional moderno.