Con nosotros trabajaba una muchacha, inmigrante dominicana con muy buen nivel de inteligencia, bien joven, de una belleza con todo el calor caribeño y como virtud su ciega devoción por la práctica religiosa. Yo tenía una corporación de Bienes Raíces en la ciudad de Chelsea, en el estado de Massachussets, en la tierra del poeta Barak Obama. Ella llegó a pedirme trabajo, la envié a la escuela, la entrené y le otorgué el título de vendedora asociada. Como es de esperarse en toda persona con inteligencia y con una clara definición de cuál es su vocación, mi asociada progresó: compró una hermosa casa y se fue a vivir con su novio, a vivir el sueño americano. Tuvo una primera hija y las cosas salieron bien, pero con el segundo los malestares la llevaron al Massachussets General Hospital. Los médicos la examinaron y le dijeron la verdad con toda franqueza, como debe hacerse en el ejercicio profesional:
-Usted tiene un niño muerto en su vientre y necesitamos que nos autorice a provocarle un aborto, esa es su única cura.
La muchacha se aferró a su Fe, a su Gran Fe y le respondió:
– Ese niño que tengo en el vientre es un hijo de Dios. Dios, El Todo Poderoso, lo cuida y no puede estar muerto: yo no lo abortaré.
Fue el médico jefe quien le explicó sus derechos, sus deberes y lo limitado de su saber:
– Señorita, nosotros no estamos aquí para discutir su Fe, también somos gente de Fe, y grande, pero no discutimos asuntos religiosos con nuestros pacientes. Nosotros le decimos lo que la ciencia nos autoriza a decirles y hacemos lo que la ley nos permite hacer. Legalmente, no tenemos el poder para obligarla a que usted nos autorice a provocarle un aborto, si usted no lo quiere hacer, ese es su derecho y le será respetado, pero la ciencia me autoriza a decirle que si usted no lo hace en dos horas estará muerta.
La joven no le creyó, se aferró a su Fe. El médico le dijo que estaba despachada y podía irse a su casa. Ella se paró de la cama, se arrodilló, oró con toda la Fe de su corazón y pidió que le llamaran un taxi que la llevara a su hogar. Así se hizo. Se respetó su derecho y su Fe. Llegó a su bien decorada residencia, buscó su Biblia, se fue a su habitación y se acostó en su cama a orar nuevamente: sólo Dios sabe cuanto le pidió y con el poder de la Fe que lo hizo. A la hora y quince minutos, el muerto que tenía dentro rompió placenta y el cuerpo de la madre empezó a envenenarse: antes de que se cumplieran las dos horas que el galeno le había profetizado estaba muerta; en ese momento, la perfección de los números se hizo realidad: ahora eran dos cadáveres y quedaba una niña desamparada.
¿Actuaron mal los médicos? ¿Debieron haberles provocado el aborto que le salvaría la vida? ¿Fue la madre una suicidad? La única lección cierta e importante de este hecho es que la ciencia actuó como debe actuar: Dar su veredicto y respetar la decisión del paciente. Si el paciente tomó su decisión basado en su Fe, hizo lo correcto; si el paciente tomó su decisión basado en su ateismo, hizo lo correcto; si el paciente tomó su decisión basado en sus valores morales, hizo lo correcto, pero la ciencia tiene una sola opción: pronosticar basado en su saber y respetar la ley, respetar el soberano deseo del paciente. Y ese debe ser también el derecho, el deber y el poder del Estado, ese debe ser su límite. Cualquier ley que no contemple eso, es una agresión contra la dignidad humana, es despojar al humano de su libre albedrío, es una agresión contra el Gran Arquitecto del Universo. Sólo una madre, basada en su amor, basada en su Fe, basada en sus valores morales, basada en las circunstancias que generaron la creación, sabe si puede traer esa criatura al Universo, sólo ella escuchando la sagrada voz de su espíritu sabe qué puede ser bueno y qué puede ser malo. Y una ley que le niegue ese poder es una ley que le niega su sagrada conexión con el Gran Arquitecto del Universo.
La Santa Inquisición, que debe ser llamada la Diabólica Inquisición, ha creado todo un ejército dedicado a defender la capacidad opresora que tiene la Iglesia para decirle a las mujeres del mundo qué deben hacer y qué no deben, qué deben sentir y qué no deben. La Diabólica Inquisición le niega a las mujeres del mundo todo el derecho a participar y decidir, ellos, los que no salen embarazados, los que no paren, los que no sienten, les niegan el derecho a decidir a aquellas que si salen embarazadas, que si sienten y a las que Dios le dio la capacidad y el amor para escuchar su voz y decidir sobre su cuerpo, pero la Diabólica Inquisición le niega todos los derechos, las declara brujas incapaces de saber lo que sienten, las declaran seres inferiores incapaces de escuchar la voz del Creador.
Cuando se estudia la composición de ese ejército organizado por la Diabólica Inquisición, esa estructura opresora que quiere aplastar toda la santa capacidad de decisión con que las mujeres fueron dotadas, se encuentra que está compuesto por tres bloques:
1- Las monjas violadas por sacerdotes, cardenales y obispos, a las que se les obligó a practicarse el aborto y las que no quieren que ninguna otra mujer del mundo pase por semejante experiencia.
2- Los hombres que cuando niños fueron violados por sacerdotes, cardenales y obispos. Sólo en el Estado de Massachussets, en los Estados Unidos, violaron más de 40 mil indefensos; y el Cardenal Law, el jefe de ellos, como premio a su santa devoción, el actual Santo Papa lo nombró jefe de la segunda iglesia más poderosa del mundo: lo hizo intocable.
3- Los sacerdotes, cardenales y obispos que embarazan mujeres, preferiblemente casadas, y que lo hacen para tener hijos y gozar negando su paternidad.
Y ha creado también una teoría de doble aplicación para mantener la impunidad del bochornoso hecho: cuando le hablan a los niños, las niñas y las monjas para que acepten la violación como un hecho del destino, como la santa misión encomendada por Dios, le dicen que “ese acto y ese encuentro es divino porque Dios, El Todopoderoso, todo lo planifica, que el amor dado por Dios es incondicional, que su práctica sexual es un encuentro con la divinidad…” Pero cuando los afectados no soportan más las atrocidades y las revelan y las denuncian, entonces cambian el argumento y usan uno tan bueno como el anterior, dicen: “Fuimos tentados por el espíritu malo, el Diablo se apoderó de nosotros y no pudimos controlar las fuerzas del mal…”. Y con ese jueguito tienen miles de años: Dios, para justificar el abuso en la obtención del placer, el Diablo para cargar con las penas y las blasfemias.
Ahí está su bloque, compuesto por tres grupos degeneradamente creados y una teoría que se repite como si fuese la saliva del Sol. Recientemente la prensa mundial publicó la noticia de que una monja italiana, que como castigo a la iglesia, está bailando desnuda; asumió esa actitud porque fue repetidamente violada y cuando presentó su queja la Diabólica Inquisición le negó todo derecho a justicia terrenal. Está en el mercado una película llamada “Dudas”, cuya historia es la de una monja que descubre a un sacerdote que tiene relaciones inapropiadas con un alumno de su colegio, lo denuncia ante el obispo y éste premia al violador nombrándolo, sin supervisión, jefe de una parroquia y de su colegio. Aquí tuvimos en Higuey, no hace mucho, un centro de violaciones de niños regenteado por la Diabólica Inquisición. Cuando se descubrió el hecho, para desaparecer toda evidencia, la cárcel de Higuey fue quemada y unas 134 personas murieron calcinadas. ¡Apero! Para la Diabólica Inquisición eso no fue un crimen, quemar gente es un rito, sagrado. Y las niñas que al ser violadas en esos centros quedan embarazadas, ¿dónde se les practica el aborto? ¿Quién las ha visto parir? ¿Si paren, qué se hace con el feto? ¿Para que no salgan embarazada, qué tipo de anticonceptivo se les obliga a tomar?
Lo que la iglesia hace, sus diabólicos actos, no son exclusivos de ellos, esa práctica la ejercen todas las organizaciones que tienen como objetivo controlar la vida humana y usar a sus semejantes para complacer sus diabólicos instintos, que tienen como fuente de placer dominar a cada ser que respira, ese tipo de conducta es típico de todas las organizaciones que se otorgan para sí el santo derecho de decidir sobre la vida de los demás.
Por esa razón es que la ley debe contemplar el sagrado y natural derecho que tiene la mujer para decidir qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo, qué hacer con su cuerpo, con su amor, con su Fe; y la voluntad de Dios no puede ser ni menor ni superior a ese deseo, porque a su imagen y semejanza nos creó, varón y hembra nos creó. La plegaria de Santa Teresa dice que “debes usar ese regalo que usted ha recibido y pasar el amor que se te ha dado”. Una ley que despoja a la mujer de su capacidad de decisión es un acto basado en el odio. ¿Por qué negarle a la mujer su inteligencia? ¿Hay alguien en esta Tierra qué pueda sentir más que una mujer, qué pueda leer mejor que ellas cada vibración que sienten en sus cuerpos?
Los legisladores deben saber, tienen la opción de decidir si le dan una oportunidad al amor o se la dan a Jack el destripador. Si se la dan al amor, nuestra Constitución debe decir: cada Ser humano, hombre o mujer, en la búsqueda de su felicidad, en la búsqueda de ese don sagrado y divino, Solo él o ella son los único y exclusivos dueños de su cuerpo y de su espíritu; y ningún poder sobre la Tierra puede limitarle ese derecho. Sólo él o ella pueden y saben qué hacer, cómo hacerlo y cuándo hacerlo; es soberano e inviolable su poder para elegir la vía de su agrado, es soberano e inviolable su poder para tomar el que considere su mejor camino para enfrentarse a los desafíos terrenales.