Nadie advierte quién es ese hombre bajito, delgado y con ojos tristes que invita a comer quesadillas y tomar un caldo de gallina en la puerta del metro Hidalgo, en Ciudad de México.
Él mismo casi no se reconoce sin el cinturón de campeón mundial gallo del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), que le arrebató a Joichiro Tatsuyoshi, el 17 de septiembre de 1992, en Osaka, Japón.
La historia de su ruina, similar a la del 96% de los 130 campeones de boxeo mexicanos, no llamaría la atención si no fuera por un dato: apenas colgó los guantes, Victor Manuel Rabanales se compró un volcán. Y no cualquier volcán: el Popocatépetl.
Rabanales nació en Ciudad Hidalgo, Chiapas, el 23 de diciembre de 1962. Con apenas siete años, se calzó por primera vez los guantes que recién abandonaría a los 41, cuando ya había amasado una buena bolsa de dinero.
Unos expertos en boxeo le echaron el ojo en sus épocas de secundario y le dijeron que le pidiera permiso a su padre para seguir yendo al gimnasio. Así, comenzó su carrera en el cuadrilatero.
De origen humilde, como gran parte de los boxeadores, el Rústico, como lo apodaban, se hizo lugar en el ring y en la vida a fuerza de golpes. No era muy técnico, pero tenía una fortaleza fuera de serie que demolía a sus rivales.
Así fue como se hizo con el título mundial interino de peso Gallo del CMB, la noche del 30 de marzo de 1992, cuando venció al coreano Yong-Hoon Lee. La pelea terminó porque el coreano desesperado por la reciedumbre de Rabanales, fue descalificado por dar una serie de cabezazos antirreglamentarios.
El campeón engañado, que vendió hasta su cinturón
Siempre con sus característicos pantalones bordados con la inscripción «Chiapas», Rabanales hizo dos defensas de su faja interina. Pero su noche de gloria llegó el 17 de septiembre de 1992, cuando transformó su corona en legítima, al vencer a Tatsuyoshi, por nocaut técnico en nueve rounds. En el instante en que levantaron su brazo en señal de victoria, cayó en la cuenta de que había alcanzado el sitial más alto del boxeo mundial.
Estaba en la mejor etapa de su carrera y los dólares llegaban en grandes cantidades. Se calcula que, en total, llegó a embolsar un millón de dólares. Rodeado de flashes y mujeres bonitas, hacía fiestas que duraban 20 días y para las que pagaba boletos de avión a todos sus amigos para que viajaran desde Chiapas a Ciudad de México. Se puso dientes de oro. Usaba estrafalarias y costosas camisas de seda y se cargaba de joyas el cuerpo.
Retuvo el título 8 veces y dejó de boxear a los 41 años, en 2003. Ahí fue cuando llegó el «pincelazo» que empezaría a cambiar su vida: no tenía para los negocios la misma velocidad que mostraba en el boxeo. Conducido por un par de timadores, terminó por comprar el volcán Popocatépelt, el mismo desde el que el conquistador Hernán Cortés divisó por primera vez México Tenochtitlán, la ciudad imperial de los aztecas.
El Lacandón, como también lo llamaban, se tomó tan en serio esta compra, que hizo por el valor de US$30.000, que se propuso realizar los más ambiciosos proyectos.
«Pensé en construir un gimnasio para trabajos de altura y algunos juegos que a lo mejor me iban a dar clientes. También tenía la idea de poner una granja de conejos. Trataba de buscarle utilidad al terreno, porque sea lo que sea me dieron los papeles y se los entregué a mi esposa», comentó tiempo después en una entrevista que dio al medio mexicano Proceso.
No fue el único mal negocio que encaró este hombre, que al día de hoy está separado de su esposa, tiene cuatro hijos y seis nietos: compró por US$65.000 un departamento en Texcoco, pero se lo quitaron porque nunca se fijó que le hicieran la escritura a su nombre. Al momento de la verdad, el inmueble figuraba a nombre de otro. ¿De quién? «Ya no importa», dice Rabanales.
Luego, se convirtió en alcohólico y adicto a las drogas, dos vicios que lo acompañan hasta la actualidad. En su desesperación el hombre tuvo que vender lo más preciado: su cinturón de campeón. Lo dejó ir por 5000 pesos mexicanos (se necesitan 20 de esos para comprar un dólar), cuando en realidad costaba unos US$15.000.
«¿Sabe usted qué pasó con él?», pregunta una voz en off en el documental «Días distintos», que retrata su historia. José Torres, quien fuera su profesor en el gimnasio, responde: «Desgraciadamente, se pierde el equilibrio mental andando en bajos vicios. Se pierde todo. Me da tristeza. Nunca me voy a explicar. Siendo un ídolo. Caer así de esa forma».
El CMB le otorga al excampeón del mundo una ayuda mensual de 1,500 pesos mexicanos que administra lo mejor que puede. «De ese dinero procuro gastar sólo 50 pesos diarios. Me compro una botella de agua, una torta o una comida económica. Lo importante es guardar algo por si falla el trabajo», confiesa.
Además, se gana la vida descargando frutas en el mercado de Texcoco y realizando todo tipo de faenas en restaurantes, fondas y taquerías. También vende las fotografías que le quedan de su época dorada en los cuadriláteros.Tampoco falta quien dice que, a veces, acude a las funciones de box y pide al anunciador que mencione su presencia para que el público lo ayude con algunas monedas.
Lejos quedaron los flashes, las mujeres bonitas y las fiestas de 20 días. Ese hombre que grita en la entrada de la estación Hidalgo, ya no es el que era. «Tuve que aprender a defenderme en el trabajo. No me desanimo, al contrario. Como leo la Biblia, mi fe también mejoró, y cuando la gente se despide o me da las buenas noches le respondo: ‘Que Dios los bendiga'», explica.
En la tarde mexicana, la multitud que sale del metro pasa ensimismada a su lado. Nadie ve en él al campeón que un día fue. Solo escuchan, como un murmullo más de la gran ciudad, lo que grita ese hombre que agita una franela en el aire: «Pásenle, señores, todavía tenemos quesadillas, caldo de gallina y filetito de pescado. Pásele güerita, pruebe nuestras empanadas de camarones. Hay lugar… hay lugar…».