Por: Guido Gómez Mazara
En la medida que las ideas fueron borradas del debate público, los recursos económicos se constituyeron en la herramienta básica para estructurar aspiraciones de toda índole. Y desgraciadamente, los aparatos partidarios entraron en una etapa de complicidad con los nuevos mecenas que sustituyeron el esfuerzo, la dedicación y apego a los principios organizacionales que, alcanzada la meta electoral, tienden a priorizar la inversión y/o los inversionistas debido a su “rol” estelar durante el proceso y en la consecución del triunfo.
Una franja importantísima de la estructura política queda sorprendida al momento de observar la distribución de cuotas de poder como resultado de que, un porcentaje de los agraciados en el tren administrativo, no exhibían los niveles de visibilidad en el trayecto de la campaña.
Así como la búsqueda del poder implica pactos, entendimientos y aproximaciones, regularmente construidas bajo la lógica de sumar para ganar, la dosis de ingenuidad de los activistas adquiere categoría de espanto porque no están al tanto de los niveles de elasticidad y pragmatismo de los aspirantes.
De paso, para ampliar todo el circuito de simpatías, entran en niveles de entendimiento con grupos económicos, empresarios e inversionistas que se hacen esenciales por la cantidad de recursos aportados, y con el riesgo de ser retribuidos, en el marco de colocar piezas o representantes de su tinglado para que las políticas públicas a implementar preserven sus intereses o amplíen sus ventajas en su relación con el Estado.
La metamorfosis experimentada en el seno de determinados segmentos empresariales pasó de su postura oculta al ejercicio cuasi público en el ámbito de la política. Inclusive, el hecho de que los niveles de acumulación durante los gobiernos del PLD provocaron un “no necesitar sus recursos” estableció las bases para movilizarse en la dirección de una derrota electoral, anhelada por la mayoría del país, pero oportunidad de oro para una recomposición de su agenda.
Justo es reconocer que los vientos del cambio necesitaron del empuje de sectores históricamente adversos a la raíz partidaria de la fuerza electoral ganadora, y de paso, en el marco de la coincidencia táctica, la retórica de lo ético y adecentamiento de la vida nacional colocó en los rieles del militantismo ciudadano a sectores que se sienten con mucha autoridad por los resultados del 5 de julio y con legitimidad de reiterar los cuestionamientos a la gestión inaugurada el pasado 16 de agosto.
Conseguida su cuota en el gobierno, no es un secreto el interés en perfilar a futuro los aspirantes o proyectos cercanos a la naturaleza empresarial. Lo que no parecen entender es que los pueblos poseen una intuición singular capaz de interpretar cuando la fuerza del dinero impone opciones con destrezas y recursos para desdibujar del espectro social y político, todo lo que se asocie al pueblo.
De ahí la lección que no se asimila correctamente porque en los últimos años, los inversionistas políticos retribuidos en el tren administrativo, terminada su gestión, enfrentan procesos penales y un daño a su reputación sin precedentes.
Y resulta entendible que los promotores de la inversión en la política aparezcan en los gabinetes, intenten controlar los partidos y pretendan orquestar un proyecto político delineado por sus criterios. Ahora bien, casi siempre, su llegada a la administración pública no coincide con la vocación de servicio propia de la concepción clásica respecto de la actividad política, provocando una de las fatalidades y sello aberrante en los últimos años: el carácter corporativo de la gestión gubernamental.
Aquí el afán por estructurar una clase dirigente químicamente afín con los sectores hegemónicos data desde el mismo proceso de fundación de la nación. Aunque los mandatarios nuestros, salvo reconocidas excepciones, tienen un origen humilde o rural, caen en la trampa de interpretar incorrectamente la condición presidencial con la de ingresar al club “de los de primera” porque en el trayecto del ejercicio oficial, sus decisiones lo acercan y aproximan a clanes tutelares que necesitan del gobierno sin importar el que lo detenta.
Por eso, cuando la gracia del poder concluye, los halagos encuentran un nuevo destinatario que sufrirá las mismas consecuencias al final de su mandato si no sabe distinguir con inteligencia el sonido de los áulicos de las reflexiones incómodas que provoca la crítica responsable.