Muammar Gaddafi es el responsable probado y confeso de varios atentados terroristas, pero se ha desentendido de cualquier imputación a base de papeletas.
En 1988 dos terroristas al servicio del gobierno libio derribaron un avión de Pan Am, que surcaba los cielos de Lockerbie, en Escocia, con 270 pasajeros, la mayoría estadounidenses. Su reacción inicial fue la misma de los presidentes Hugo Chávez y Rafael Correa, cuando se les menciona vínculos con las FARC: negarlo en forma rotunda y atribuir esa calumnia al imperialismo yanqui, pero pocos le creyeron y el dedo acusador continuó sobre él.
Un año después el líder sudafricano Nelson Mandela lo convence de que deje de creer que engaña al mundo y accede a entregar a los dos autores materiales para que fueran juzgados en La Haya por un tribunal escocés.
En el 2002 el dictador libio, en supuesto mor de arrepentimiento, admitió la responsabilidad de su gobierno y entregó a los familiares directos de las víctimas diez millones de dólares por cabeza como recompensa indemnizatoria. Con eso se quitó de encima las sanciones de la ONU.
Pero en enero del 2004 también respondió a la implicación en otro derribo de una aeronave de la compañía francesa UTA, en el que fallecieron 170 personas, pagando igual indemnización a familiares y compensando al gobierno parisino con un programa de inversión de US$10,000 millones.
Lo propio hizo Alemania, con las 160 personas que fallecieron en el atentado contra la discoteca “La Belle” de Berlín en 1986. Unos años después se permitió que el dictador libio compensara a los familiares de las víctimas y que llevara a cabo un plan de inversiones. El Reino Unido, para no permaneciera como más papista que el Papa, saldó con Gaddafi el conflicto que interrumpió las relaciones diplomáticas con Libia por 15 años. Se trataba de la muerte de una policía británica a la puerta de la embajada de Libia en Londres, crimen que también quedó borrado a papeletazo.
Si Gaddafi no ha sido el auspiciador más entusiasta de la subversión y del terrorismo Internacional, compite por los tres primeros puestos. Tiene 40 años con un pueblo subyugado, pero hay que admitir, que su país, a diferencia de otras realidades, no se conoce la miseria. Los libios tienen el mayor PIB de África y uno de los mayores ingresos per cápita del mundo.
La libertad de expresión, de asociación, de cultos, de ideas tienen un solo nombre: Gaddafi, el es el único que puede hablar y puede pensar. I ncluso sus funcionarios están condenados al silencio.
La Unión Africana y todas las asociaciones de las que participa son mecanismos diseñados para destacar las virtudes de su revolución verde. Se suman gustosos gobernantes que han consentido en olvidarse del pasado y de pisar sobre la realidad aprovechándose de las riquezas que puede repartir el antiguo paria. En su país no hay respeto a la constitucionalidad, pero la renovación de su imagen ha sido tan efectiva que ya nadie le llama dictador ni presidente de facto. No desempeña cargo, pero no hay duda de que manda.
En sus cumbres se puede reclamar que en otros países se respeten los valores de la democracia, lo nadie se atreve a solicitar para Libia.