Opinión. Tomado de diario libre. com
Redes sociales y mediocridad, el nuevo orden cultural
Dejaron de ser minoría; hoy son poder. Controlan los medios, imponen los trending topics, acaparan los views, construyen opinión y proponen patrones. Gobiernan soberanamente desde sus pequeñas repúblicas instaladas en el ecosistema digital gracias a la economía de las «monetizaciones». Son los tanques del «pensamiento» de hoy y tienen rango de figuras, personajes e influencers.
La expectativa implicada en su razón es básica: ¡todos podemos ser protagonistas! Sí, la fama es la obsesión de los tiempos, elevada a «imperativo categórico» en la cultura de la ostentación digital, soportada por la expresión sin contenciones y el acceso universal a sus contenidos. La invisibilidad aterra a un mundo que ha renunciado a la privacidad. Todos teorizamos, defendemos, reprochamos y fustigamos. Asistimos así a la revolución igualitaria de las redes, una revuelta inédita en la que «nadie ha tomado la Bastilla (…) ni ha disparado una sola descarga. (…) sin embargo, (…) se ha lanzado el ataque y ha tenido éxito: los mediocres han tomado el poder» (Alain Deneault, Mediocracia: cuando los mediocres llegan al poder, 2018).
Para el filósofo canadiense Alain Deneault la mediocridad no es solo un vicio o carencia del carácter individual, es un «orden que se establece como modelo social» de los tiempos; hoy es comportamiento estándar de un sistema virtual/real e individual/colectivo de vida que opera con exigencias o rendimientos cada vez más mínimos y en el que la opinión del erudito compite con la del analfabeto con la posibilidad de que, en el entorno digital, esta última arranque más devoción.
La eminencia de la mediocridad se justifica en la concepción de que ya no hay centros de verdad ni referentes de pensamiento. Todos tenemos la verdad y contamos con el mismo derecho y poder de influir. La dinámica de la opinión es horizontal y las redes o plataformas digitales son los vehículos de esa expresión totalizante. Eso busca la mediocridad: rasarnos por igual, tasarnos a parejo precio, borrar las distinciones que han determinado años de preparación, inversiones de vida y mentes bien formadas de algunos frente a la inutilidad de otros. Recuerdo así a Ricardo León: «El lugar común es el dogma del mediocre».
En ese relativismo omnicomprensivo las distinciones basadas en méritos y talentos pierden sentido porque, para los que defienden este nuevo orden, esas diferencias eran trabas de un sistema vertical. Esos mismos que piensan que la ilustración no es necesaria porque fue una imposición clasista o que el arte, de expresión cultural de las élites, mutó a una creación de la espiritualidad o imaginación popular o a «cualquier vaina hecha con gracia y estilo propio» (frase de una estrella porno/urbana).
Todos podemos hacer de todo y esperar ser reconocidos en el todo. Lo único que precisamos para revalidarnos en la masa es la cantidad de cifras que hoy otorga la poderosa tiranía de los views. Una consulta inmediata, viva y directa que confirma dónde está la aparente autoridad de opinión o el centro de la atención pública.
Y es que la manada digital no razona, no decodifica ni hace abstracciones; solo reacciona y replica lo que le provoca. Su lenguaje es emotivo y, como tal, irrebatible. Y es que, como escribía José Ingenieros, traga «sin digerir, hasta el empacho mental: ignora que el hombre no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila». En la dinámica de sus interacciones no hay construcción conceptualmente relevante. Los juicios son avasallantemente subjetivos y vienen, como dicen los juristas, con la autoridad de lo irrevocablemente juzgado. Las redes se erigen así en paredones morales, en areópagos apócrifos, en campos de batalla de la intolerancia, en eco de las medias verdades, en corrillos de la trivialidad y en galerías de la mediocridad glorificada.
Esa valoración de que cualquiera con gracia puede despertar adherencias y que el concepto de «figura pública» se puede construir con «monadas», además de ser síntoma de nuestra mediocridad, ha debilitado la distinción entre el talento y la improvisación, lo relevante de lo banal, lo meritorio de lo oportunista. Hoy una buena parte de la juventud desecha una carrera universitaria por crear contenidos para las redes haciendo cualquier cosa que pueda abrirles formas sustentables de vida. Y es que en un momento inadvertido pasamos del talento a la fama, del respeto a la admiración, del autógrafo al selfie.
Esos estándares han permeado la vida colectiva imponiendo conformidades sociales a sus tasaciones. Así, da igual que un funcionario acredite o no aptitud para una función pública, que un comediante ocupe una curul con el aval de ser el más votado en su circunscripción, que una figura política sea presidenciable por ser bonita o «caer bien», o que una embajada sea una posición para retribuir favores o gratificar relaciones. Esa mediocridad arropa igualmente las exigencias colectivas: consentimos sin mayores reclamos un servicio público mal prestado; creemos ejercer derechos con la queja; soportamos las exacciones de la autoridad al violar derechos de forma impune. Esas son condiciones que en cualquier escenario definen a una sociedad mediocre. Pena que falte la conciencia social para darle a la mediocridad el trato que recomienda el poeta Oscar Wilde: «La indiferencia es la venganza que el mundo se toma con los mediocres».