“Donde habla uno y callan todos, comienza la tiranía”.
—Octavio Paz—
Imbuidos de los vientos de libertad que inspiraron a nuestras glorias inmarcesibles a buscar la independencia a base de sangre, sudor y pólvora, ¿qué mejor homenaje en este 27 de febrero que aportar al fortalecimiento del respeto a la opinión ajena?
En la arena pública y en los relatos históricos, los malos actores suelen recurrir a tácticas deshonestas para proteger sus intereses y controlar la narrativa.
La falacia ad hominem, —tratar de desacreditar a la persona en vez de dar argumentos—, es una herramienta habitual y perniciosa empleada por quienes carecen de justificaciones sólidas.
No solo trata de menoscabar al interlocutor, sino que busca imponer un relato único y sesgado, que aborrece cualquier perspectiva divergente. En este contexto, se plantea una preocupación fundamental: ¿qué sucede cuando prevalece la voz de un grupo que busca monopolizar la pseudo-verdad?
Ello implica que un solo grupo controle lo que se dice, se escribe y se recuerda, no solo nublando la comprensión del pasado, sino construyendo un presente y un futuro llenos de puntos ciegos.
Cuando la historia es contada por los vencedores o por aquellos con poder para reprimir otras versiones, se eliminan las voces disidentes que ofrecen la oportunidad de elegir entre perspectivas y de hallar la verdad tras el contraste.
Esta concentración del discurso pretende perpetuar las mentiras como verdades absolutas. De esta manera se anula la posibilidad de cuestionar, analizar y descubrir las contradicciones inherentes a cualquier proceso histórico o político.
Esto no solo afecta la integridad del registro histórico; también limita la capacidad crítica de la sociedad. El ciudadano pierde la aptitud para discernir y debe conformarse con una visión parcial y manipulada del mundo.
Para evitar que la historia se convierta en una herramienta al servicio del poder, debe haber diversidad de voces y relatos desafiando la narrativa dominante.
El estudio de las contradicciones debe considerarse como una oportunidad en busca de la verdad. Allí es donde aparece la riqueza de la comprensión humana y surge la capacidad de cuestionar lo establecido.
Las refutaciones ofrecen un terreno fértil para el debate y el análisis crítico. El contraste deja expuestas a las mentiras y también a las verdades parciales.
Los ataques personales se tornan ineficaces ante un público empoderado con múltiples versiones y que ha aprendido a identificar la trampa para desviar la discusión.
Somos imperfectos y cometemos errores. Si por ello no tuviéramos derecho a escribir o hablar, el mundo sería mudo. Nunca se debe prohibir que alguien se exprese porque al final, el lector siempre será el juez.
El papel de los historiadores, periodistas, académicos y de todos aquellos que se dedican a la preservación de la memoria colectiva es fundamental para garantizar que ningún grupo mantenga el monopolio de la palabra.
Si solo se permite la voz del grupo dominante, se amplían los desatinos de la historia. Se trata de los aspectos históricos que han sido ocultados, distorsionados o ignorados por conveniencia.
Institucionalizar la mentira busca perpetuar una versión única para justificar y proteger los errores del pasado, excluyendo cualquier oportunidad de rectificación. Esto crea un ciclo vicioso donde las falsedades se reciclan y se enseñan a las nuevas generaciones, consolidando una cultura de ignorancia y manipulación.
Quienes mienten para proteger sus intereses, se ven fortalecidos por un entorno donde el monopolio de la palabra es la norma y la verdad es un bien escaso. Así, la historia se convierte en un arma de control en lugar de un medio para la iluminación y el progreso.
Los relatos apegados a la verdad son un compromiso con la integridad intelectual. Son una invitación para que los ciudadanos puedan formar su propio juicio a partir de un espectro completo de información.