Lejos de lamentar, celebro que las instituciones colombianas hayan contenido los afanes continuistas del presidente Álvaro Uribe.
Me cuento entre sus admiradores y se que tiene más que merecido el envidiable porcentaje de popularidad con el que se despedirá del poder. Ha sido un gobernante con logros muy importantes, entre los que destaca la devolución de un clima de sosiego, paz y seguridad a las familias colombianas.
Los números con los que se mudará del Palacio de Neriño a su residencia familiar son una meta que debe perseguir todo gobernante, porque los países no progresan sustituyendo presidentes que los desalojan del poder por ineficientes, insensibles, corruptos e impopulares, se desarrollan con mandatarios que se retiran con el mayor grado de aprecio por parte de unos electores que experimenten la sensación de no haber sido defraudados.
Los frenos institucionales al continuismo indefinido no le han hecho daño a las instituciones democráticas, por el contrario, que las instituciones estadounidenses establecieran que un presidente no debería tener más de dos períodos, aunque fuera tan bueno como Franklin Delano Roosevelt, es lo que ha matizado las posibilidades que tiene ese país de reinvento de sus liderazgos.
Si Bill Clinton con toda su popularidad, no hubiese tenido los frenos institucionales, no habría habido espacio para el desarrollo de un liderazgo como el de Barack Oboma; si Fernando Henríquez Cardoso no hubiese tenido la contención institucional en Brasil, el electorado brasileño no habría tenido el horizonte despejado para mirar hacia un candidato que se presentó en varias oportunidades, pero al que la mayoría eran indiferentes: Luís Inacio Lula da Silva: que ha resultado un presidente con altísimos niveles de popularidad, pero que ni por asomo se la ha ocurrido un bateo y corrido; Si Ricardo Lagos, que concluyó con niveles muy altos de popularidad, no hubiese tenido el freno institucional, no surge la doctora Michel Bachelet que concluyó con una popularidad encaramada en las nubes, pero que tampoco podía inventar; si la reforma constitucional de 1994 no le pone un muro de contención a Joaquín Balaguer, en las elecciones de 1996 no hubiese aparecido el escenario propicio para que el país descubriera el carisma del doctor Leonel Fernández, que debe ser contado sin apasionamientos entre los mejores gobernantes que ha tenido el país.
Pero muy aparte de esa diferencia, entiendo que el país debe celebrar el prestigio del que se ha hecho merecedor su presidente, en la escena internacional.
Algunos creen que por gobernar un país de múltiples carencias, un presidente como el doctor Leonel Fernández no debería estar cumpliendo las grandes misiones que les han sido encomendadas, como la de mediador para reducir las tensiones entre Venezuela y Colombia, o la misión en la Cumbre de Río, para pacificar la región después del conflicto entre Colombia y Ecuador; o su rol para la creación de un clima de distensión en Honduras; o su papel en la comunidad internacional para propiciar la reconstrucción de Haití.
Ese liderazgo regional del presidente Fernández no nos quita nada, y nos suma mucho.