En los medios de comunicación, nacionales e internacionales se habla de la actitud del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien “canceló su viaje a Canadá, donde debía participar en la Cumbre del G-20, para acompañar las operaciones de socorro a las víctimas de inundaciones en el nordeste brasileño”.
Hasta la fecha, el gigante sureño llora la pérdida de más de cincuenta vidas humanas y continúa el rescate de miles de familias, muchos de cuyos miembros se hallan desaparecidos, debido a la afectación del temporal que multiplica precipitaciones, aumenta las crecidas de los ríos, provoca inundaciones y deslizamientos de tierra en los estados del nordeste del país.
Ante tal catástrofe nacional, Lula da Silva ha propiciado que las autoridades gubernamentales ayuden con medicinas y alimentos a la población más afectada y el Gobierno informó que movilizará unos 120 millones de euros destinados a la ayuda de quienes sufren las más inimaginables penurias.
Para los pueblos todos, la decisión del mandatario brasileño constituye paradigma, en la medida que prioriza lo que realmente debe ser lo primero en estos momentos para esa nación, aunque se esté reuniendo, como es el caso, el Grupo de los 20, o G-20, donde participan los países más industrializados del mundo, además de la Unión Europea como bloque y se debaten y consultan temas tan vitales como los relacionados con el sistema financiero internacional.
Es que nada es más importante que la responsabilidad de un gobernante con su pueblo, sobre todo cuando se viven tiempos como los actuales. Más allá de la posibilidad de los debates en un foro de cooperación y consultas, aún cuando haya tanto que discutir acerca de la crisis mundial alimentaria y la relación entre los países industrializados y las economías emergentes, Brasil y otras tierras del mundo sufren las embestidas de la naturaleza y como el barco que enfrenta tempestades en una mar bravía, es responsabilidad de su capitán sostener el timón todo el tiempo de que dure la tormenta.