A Pedro José Gris, en sus 50.
Se agarró del mostrador y desafiando los dolores que habitaban en su legendario cuerpo, Juan Carabú se puso de pie. El colmadón estaba lleno, todos bebían y si Juan Carabú aún podía doblar el codo, alguien se lo hubiese dado, algún compañero de parranda hubiese pagado por la caña molida. Pero con el que había tomado era suficiente para castigar los sinsabores a que sus huesos querían someterlo. Lentamente, caminando como un perro cuya sarna pesaba más que su piel, logró cruzar entre quienes habían disfrutado de sus historias sin conclusiones, relatos que eran su moneda para ser admitido diariamente en el club y que le permitían disfrutar del pico de botella que hacía infuncionable los apetitos de venganza de los años. Cuando estaba en medio de la calle, abrió sus piernas para obligarla a que sostuviesen lo que ya su alma consideraba como un esqueleto abandonable. Y, para que el mundo supiese que Juan Carabú pronunciaba su discurso de clausura, voceo con toda la fuerza que pudiese aparecer en su garganta:
—Hay tres cosas que yo no tolero:
Una, al negro; porque cuando no la hace a la entrada la hace a la salida.
Dos, al pobre; porque está en todas partes y siempre necesita algo, y
Tres, a los viejos; porque a pesar de que se están desintegrando, son muy alabanciosos; para ellos todos los tiempos pasados fueron mejores, como si lo que uno ha jodido no importara, como si lo que uno ha vivido no fuera nada, como si para el esqueleto el pasado anulara el presente.
—Juan Carabú –lanzó uno de los bebedores- pero tú eres negro, pobre y viejo.
—¿Y a usted que le importa esa vaina? ¿Por qué cree que lo digo? Yo soy muy pretencioso para hablar de otros. ¡Yo me entiendo, coño! E inicio su caminata como olas de María la Oz, con su inusual canto, con su melodía de profeta inacabable:
Juan Carabú
Juan Carabú
Apaga la vela
Y prenda la luz…